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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

26.6.20

RELATO: La Leyenda de la Hierba Negra

De un salto, se levantó de la cama, casi como si tuviese alas, y corrió directa al exterior. Mientras, en su cabeza, solo rezaba porque algo hubiese crecido en su huerto, una insignificante lechuga, una patata podrida...le daba igual, solo deseaba ver crecer un atisbo de tanto esfuerzo labrado desde que llegó a aquel lugar. A veces dudaba de su cometido allí, aunque en el fondo, sabía que era la mejor opción.
En tiempos de guerra, lo más fácil y llevadero, era vivir en el campo, ella lo sabía a la perfección. Tras la muerte de su marido y sus tres pequeños ángeles, la ciudad se le había antojado una cárcel cruel, con sonidos escalofriantes al anochecer, que le perturban el sueño; gritos inocentes ahogados con disparos; miedo en cada esquina iluminada y desconfianza de la propia sangre. Nadie podía dar por sentado seguir con vida, no desde que estalló la maldita guerra civil.
Al encontrarse absolutamente sola y sin ayuda, fue la única solución que apareció en su mente. Los franquistas estaban tan obsesionados con limpiar la ciudad, que apenas circulaban por los campos; y ella, tan joven y vulnerable, ansiaba sobrevivir. Su vida era para aquellos asesinos sin piedad, como un envoltorio de un caramelo, fácil de tirar a la basura, sin que nadie lo echara de menos.
Huyó sin mirar atrás, sin coger nada de su casa, nada que pudiese involucrarla en una disputa política o de cualquier otra índole que sentenciara su vida. Se llevó consigo sus recuerdos, lo que nunca podrían robarle, ni quemarle, ni destruir, recuerdos de su esposo e hijos, que lamentablemente, habían sido fusilados. Seguían vivos en su interior, nadie podría arrebatarle el amor de su familia.
Pasó días deambulando por caminos inciertos, cargando el hambre, el frío y mucho miedo; hasta encontrar la casita, casi en ruinas, en medio de una explanada de tierra sin cultivar.
Quizá en otras circunstancias no la hubiese visto como su nuevo hogar, pero en aquel momento le pareció la casa más acogedora que había visto en su vida.
Los primeros días se abastecía de animales muertos que encontraba por los alrededores; de flores con bonitos colores, insípidas y sin ningún nutriente para recobrar fuerzas, aún así, se las comía para intentar engañar al hambriento estómago.
El agua no fue un problema, a pocos kilómetros había un pozo. Teniendo agua, tenía vida.

Un día más sin que el huerto se pronunciara. Se agachó, cogió un puñado de tierra, la palpó, la olió, y enfadada la arrojó lo más fuerte que pudo. No entendía cuál era la desgracia que en aquel campo residía, sabía cultivar, lo había aprendido de su padre y su abuelo a lo largo de su vida, y al parecer, su conocimiento de agricultura se reía a sus espaldas.
Comenzaba a anidar en su interior una frustración, que si no conseguía dominar, acabaría con ella antes que los temidos franquistas.
Volvió a la casita cabizbaja, se sentó derrumbada en lo que ahora llamaba cama, una manta mugrienta colocada de mala manera sobre tierra de su propio huerto; y dejó que la esperanza se marchara de su lado.
Durante días estuvo tumbada en la cama, sin comer, sin beber, y a ojos de algunos, sin vivir. Abandonando cualquier intento de sobrevivir, sentenciándose a si misma con una muerte lenta. Hiciese lo que hiciese, un mínimo intento de supervivencia, se desintegraba como los cuerpos yacentes que ahora habitaban en este país en guerra.
La lucidez, que había permanecido en ella como un bastón de hierro, desaparecía. Nada parecía real, ni la guerra, ni las muertes, ni siquiera pensar la hacía existir. La locura fue arropándola poco a poco, engatusando como un dulce a un niño, mimándola como la verdad absoluta, creando en su corazón una túnica sombría que le arrancaba la ilusión. Hasta su Dios parecía pisotearla, hincándole el talón en la cabeza, enterrándola en la creencia más absurda.
Finalmente, abdicó en su otro yo, el cruel, el loco, ése alter ego que te convierte en un ser rastrero y moribundo, que te encierra en la oscuridad de tus más temidos miedos e inseguridades.

Abrió los ojos y comenzó a reír a carcajadas. Sin explicación alguna, se dispuso a bailar una cancioncilla que ella misma tarareaba, chocando con las paredes de madera, cayendo al suelo. A cada paso alzaba más la voz, y se sentía feliz, después de mucho tiempo, era feliz.
El día se adornaba con un radiante sol que iluminó sus mejillas al instante, se sintió dichosa. Su canto, sin ritmo y con voz malsonante, resonaba en la lejanía, contestado por cuervos que salían de la nada. Algo la hizo parar en seco. Su semblante se transformó, de pura alegría pasó a una seriedad inquietante. No muy lejos de donde se situaba, había un bulto en el suelo. Con el trasluz del sol, apenas divisaba de qué se trataba, su locura inminente la hizo danzar hasta el bulto desconocido. Un muerto. Un hombre de unos 30 años yacía en la tierra, si no fuese por el tremendo disparo en la sien, parecía estar descansando al aire libre, y eso debió pensar ella, pues se puso a entablar conversación con el pobre hombre. A tal extremo había llegado su locura, que daba a entender que el muerto le contestaba, ¡hasta la hacía reír! Si no fuese por lo macabro que pudiese parecer, muchos asegurarían que ella flirteaba con el cuerpo sin vida. La delataba esa sonrisita que sueltan las señoritas cuando un caballero es de su agrado. Sus mejillas se sonrojaron, y cómo miraba ella a su conquistador mudo, con ojillos de muchacha enamorada.
En un instante, su amabilidad enamoradiza se volvió déspota, con un llanto atronador, gritaba sin piedad al difunto, que en sus pies descansaba en paz. Regalándole fuertes patadas, gritaba y gritaba sin obtener respuesta alguna. Corrió hacia la casita, desesperada, registró cajones, de los pocos muebles que adornaban su hogar, enloquecida, con la mirada cubierta de un fuego imaginario, rompía y tiraba todo lo que a su paso encontraba. Ni ella misma sabía lo que buscaba. Incontenibles sus ansias de encontrar algo, saltó por una de las ventanas de la parte trasera, y sus ojos se iluminaron de maldad al visualizar un hacha apoyada en la pared. Al cogerla, sintió una perversidad imparable, aterradora para cualquier persona cuerda, que se apoderaba de ella hasta hacerla suya.
Con el hacha sujeta por las dos manos, corrió hacia el que fue su pretendiente. Con la poca bondad que aguardaba en su alma, le formuló una amable pregunta, sin embargo, el silencio era el dueño de aquel terreno. Su rostro enrojeció, la ira se apoderó de su subconsciente, y ella misma acogió a la irracionalidad, dejándose llevar por sus impulsos más tétricos.
Clavó el hacha en el cuerpo inerte, una y otra vez, la sangre, aún caliente, caía en la tierra infértil, manchaba su cara, su ropa, no obstante, ella seguía sin dudarlo un segundo, como si ese fuese su cometido, su razón de vivir, lo hacía con tanta naturalidad que llegó a pensar que había nacido para ello. Al fin terminó su trabajo, y lo que antes fue un cuerpo fusilado, ahora eran trozos de carne mal cortada. Los recogió, tantos como le cabía en los brazos, y fue llevándolos al interior de la casa. Una vez que todos los pedazos estaban junto a ella, los introdujo en una especie de cacerola, encendió el fogón y dejó que los restos de aquel pobre hombre, se desintegraran lentamente. El olor era nauseabundo, insoportable, sin embargo, a ella parecía encantarle, removía los restos igual que había removido guisos a lo largo de su vida, con destreza y felicidad.
Al asomarse a la cazuela, después de horas, encontró un líquido rojo ennegrecido adornado con trozos irreconocibles, que pululaban un hedor capaz de sepultar al alma más viviente. Ella sonrió satisfecha. Alcanzó su regadera, con la que cada mañana regaba su huerto, y la rellenó con el mejunje que había cocinado.
En el huerto, colocada en un lateral, mientras canturreaba a saber qué, inició el regadío, abasteciendo cada centímetro de tierra con los restos maltratados de aquel miserable hombre. Una vez hubo terminado, volvió a su casita, se tumbó en la cama y riendo se quedó dormida.
Una pesadilla mal encaminada la hizo despertar al alba, poco le duró el desasosiego, la risa esquizofrénica volvía a su garganta como regresan las golondrinas cada febrero.
Entusiasmada, salió al exterior, gritos de alegría y júbilo rebosaron el silencio de la guerra. Su huerto, esa tierra que mataba cada vida que se dispusiera a crecer en ella, estaba cubierto de hierba. Hierba negra como el carbón. La incógnita que a cualquiera de nosotros nos habría perturbado, a ella parecía encantarle, nada se extrañó al ver el color oscuro de lo que ahora adornaba su huerto.
Una hierba alta, fuerte y brillante, pero negra. Era como si alguien hubiese tintado cada brote con especial cuidado, dando lugar a un hermoso campo moreno. El sol bañaba el huerto, haciéndolo aún más fúnebre, viéndose desde lo alto como un agujero negro.
Cuando el viento mecía aquella extraña hierba, creaba un olor a muerte imposible de esquivar, un olor capaz de reavivar los sentidos más crueles, más cínicos, un olor que hacía vomitar solo con respirarlo, llegando a pudrir cada órgano sano del cuerpo.
Ella, contenta y orgullosa de su huerto cultivado, bailaba una melodía sin letra mientras atravesaba aquella aberración rural. Palpaba cada hoja con la misma sensibilidad con la que acariciaba a sus hijos antaño, la besaba tan dulcemente, que era hermoso observar tal extraño acto.

A los pocos días volvió a aparecer en sus tierras otro cuerpo inerte, en este caso una mujer, no mucho mayor que ella, tumbada boca abajo, casi desnuda, con la piel magullada y arañada. Al darle la vuelta y poder observar su rostro, se estremeció, un escalofrío recorrió su espalda, pero nada impidió que volviese a practicar su ritual. A pesar de ser la segunda vez que descuartizaba un cadáver, se podía leer en su mirada la satisfacción que le producían sus actos, la locura se acomodaba cada vez más en sus sienes, y ella, solo se limitaba a aceptarla.
Como la primera vez, hirvió los trozos del cuerpo, y acto seguido, regó el huerto, cantando y bailando, como si de una fiesta tradicional se tratase.
Habiendo pasado cuatro días, creció un hermoso árbol justo en medio de toda la hierba negra. Un árbol negro. Negro su tronco, negras sus hojas, negros sus frutos y negras sus raíces, aunque no se vieran.
Ella, contenta por toda la belleza que ahora decoraban su hogar, no dudó en comer un fruto de su nuevo árbol. El fruto, similar a una manzana, totalmente negro por fuera, al pegarle el primer mordisco, observó que su interior era rojo, rojo como la sangre derramada por tantos inocentes.
Comía un fruto tras otro, para desayunar, para almorzar, merendar y cenar, o simplemente para disfrutar de tan tremendo manjar.

Transcurrían las semanas, apareciendo cada pocos días, un nuevo cuerpo fusilado. Mujeres, hombres y hasta niños, a todos los desmontaba con su hacha para luego regar su huerto. Crecieron más árboles, arbustos y plantas de diferentes tamaños. Una vegetación diversa en sus formas y todas del mismo color, negro.

En la ciudad comenzaron a surgir rumores, leyendas, habladurías de gente sin recursos mentales, incapaces de comprender a nuestra humilde agricultora. La apodaron la loca negra, la agricultora fúnebre, la bruja negra, o incluso, el ángel sepulcral. Unos decían que la misma guerra la había llevado a perder la cabeza, que el mal anidaba en sus adentros y todo lo que tocaba lo volvía negro. Otros, cuchicheaban que al perder a toda su familia huyó sin más y topó con una casa repleta de carbón, por eso toda la vegetación era negra, ella misma la tintaba para alejar a los franquistas.
Una minoría la veneraban, creían en sus prácticas inadecuadas, afirmaban que sus actos solo eran un culto para pedir perdón por tanta sangre derramada, que salvaba las almas de los muertos matados a traición, y que gracias a ella, podían volver a vivir en forma de plantas para que nadie lo pudiese fusilar. Ella les brindaba una segunda oportunidad.
El caso fue, entre dimes y diretes, que se creó una nube de incertidumbre y miedo hacia su casa, su huerto y a ella misma. El miedo a lo desconocido nos hace juzgar lo que no somos capaces de entender, inventando circunstancias y dando por hecho realidades subjetivas que se alejan bastante de la verdad.
Era tanto el miedo y pudor que se difundió acerca de ese terreno, que ni los franquistas se atrevían a pasar por allí, eso le vino a ella como anillo al dedo. Era tan grande el temor que sentía frente a un uniforme de tal envergadura, que su cuerpo temblaba como vibra el suelo al caer una bomba.

Había olvidado al mundo, más allá de su huerto no existía nada. Ya no recordaba su pueblo, ni a sus amigos, ni las calles por las que paseaba en tiempos de paz cogida de la mano de su marido. Todo aquello había envejecido en su cabeza, aparecía como un recuerdo borroso e inverosímil, como un sueño.
Lo que no había conseguido olvidar era la guerra, las muertes, huir sin motivo, y el tenebroso recuerdo de la muerte de su familia.
No estaba sola, al menos no se sentía sola. Tumbada en su huerto, rodeada de sus plantas negras, conversaba con ellas, reía, cantaba, bailaba, ahora eran su familia.

Después de tanto sufrimiento que le había tocado vivir, como a muchos otros debido a la guerra, el resto de su vida fue pura felicidad. Rodeada de tranquilidad y silencios, de melancolía y sonrisas, de charlas infinitas, de amor incondicional.

Pasaron años y años, hasta llegar a la vejez. Cansada y con dolores por todo el cuerpo, sus movimientos estaban limitados. Había días que le era imposible levantarse de su lecho, y tumbada, soportando los sufribles pinchazos de su ancianidad, dejaba que el viento arrastrara los susurros de su huerto, que le hablaban, le cantaban y la arropaban con sonidos musicales que la hacían levitar.

Se levantó de la cama con esfuerzo, y se dejó caer sobre la hierba negra, Cerró sus ojos, cansados por el peso de la edad, y dejó que la oscuridad se cerniera sobre ella.
Allí, entre tanta oscuridad vegetal, decidió dar su último suspiro, para convertirse en parte de ese ecosistema rural, al que ella misma había dado vida, y al fin, formaría parte de él.
Murió como lo marca la naturaleza, en una vejez sana y pura. Murió porque la vida cedió el paso a la muerte, y no porque nadie decidiera arrebatársela. Murió leal a la naturaleza, a su huerto negro. Murió porque todos tenemos que morir, es ley de vida. Esquivando una guerra ausente a ella, una guerra que solo trajo sufrimiento y dolor, desconcierto y temor.
Ella murió libre, mientras que a muchos otros, les arrebataron su libertad.

8 comentarios:

  1. Es increíble lo que la mente nos hace hacer en una situación de miedo, pánico o necesidad, la propia locura de esa mujer convirtió una tierra infértil en un esplendoroso huerto, ella dio una segunda oportunidad a esos cuerpos fusilados, pero no en vano tan bien masacrados de otra forma por ella mism.
    Un relato que da que pensar en la locura de una lucidez nos puede hacer llevar a la hecatombe.
    Muy bueno, gracias por compartir.
    Abrazos!!

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    1. Muchas gracias Campirela por leerme y comentar.
      Totalmente de acuerdo con tus palabras.
      Hubo tantos cuerpos enterrados y maltratados fuera del alcance de sus familias, que he querido reflejar otra perspectiva, dar un toque siniestro pero a la vez esperanzador, ojalá esas muertes injustas hubiesen podido renacer en plantas. Me pareció una fantasía un tanto negra, sin embargo, no más negra que la propia guerra.
      La protagonista pierde su cordura, esta claro que con un motivo aparente, y sin embargo, ella sola, busca una salida no menos cruel que la que sucedió en realidad.
      ¡Un abrazo y cuidate!

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  2. Me maravillas No puedo creer tu imaginación y lo que creas
    Te envidio ya que yo soy de cosas cortitas y rápidas
    Pero una buena cena es como vos
    Integra entera, larga como lo es también el buen sexo.
    Hoy estoy diferente .Si me lees sabras que me pasa
    Un abrazo inmenso como siempre y que la vida nos siga dando fuerzas

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    1. ¡La imaginación no tiene límites! Es el único lugar donde siempre seremos libres. No tienes porqué envidiar nada, pues tu trabajo es igual o más bueno que el mío, solo que cada escritor le da un enfoque diferente, cada una poseemos un estilo individual, y eso es lo más maravilloso de todo!!
      Me hace mucha ilusión que leas mis escritos, es todo un halago.
      A mi me encanta lo que haces, y también admiro tu forma de expresar tantos sentimientos, aunque sea de manera más corta, pero sin embargo, tan intensa. ¡Eres una magnífica escritora!
      ¡Por supuesto que te leo! ¡Me encanta leerte!
      Un fuerte abrazo

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  3. Tu imaginación es infinita y esta vez un poco retorcida para crear tan maravilloso y contradictorio cuento. Ella era libre dentro de la prisión de su desgracia y su locura. Un abrazo.

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    1. ¡Sí! jajajaj mi imaginación tiene vida propia. Muchas gracias por tu comentario y por leer cada relato que escribo.
      ¡Un fuerte abrazo!

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  4. Hermoso lo que has escrito, es un relato increíble, de una imaginación admirable y un aroma a libertad.
    Un abrazo Bastet espero te encuentres bien

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    1. Muchas gracias!! Intento exprimir mi imaginación al máximo.
      ¡Un Saludo!

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