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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

17.5.20

RELATO: Ojos que no ven..Infidelidad que no se siente

Llevaban semanas quedando a escondidas, no era el prototipo de hombre del que ella solía enamorarse, sin embargo, la hacía sentirse viva.
Su marido, el que un tiempo fue aventurero y enérgico, se había transformado en un mueble con la única misión de acaparar polvo, y no era precisamente el polvo que ella quería acumular. La aburría profundamente, tanto, que a veces pasaba horas en plena soledad, ya fuera en un parque, la playa o donde la pillara más cerca, con tal de no verlo tirado en el sofá sin hacer nada. Le irritaba ver un cuerpo casi inerte, vago, cuya preocupación abarcaba, especialmente, cambiar de canal.
Ainoa, por el contrario, se sentía en la flor de la vida, nunca se le agotaban las ganas de probar actividades nuevas, conocer gente, vivir hasta el último minuto como si todo lo que viniese después fuera a destruirse. A sus 45 años no existía pensamiento que la frenase.
Entraba y salía de su casa como una adolescente experimentando con la vida, al principio dejaba que su propia consciencia la martirizara, con cada salida una culpabilidad se instalaba en su corazón. Con el tiempo y haciendo de sus hábitos una costumbre llevadera, extirpó esa vocecita que taladraba sus sienes, no tenía nada más que observar al inútil de su marido y todo sentimiento de culpa desaparecía. Si ella había adquirido esa actitud, no era su responsabilidad, si no de su esposo, por no valorar el amor que ella le procesaba, o que le había procesado, porque ya, no quedaban ni las cenizas. Un matrimonio que seguía vigente a ojos externos, pues de puertas para dentro, no eran más que dos personas conviviendo bajo el mismo techo.
No se trataba de la primera infidelidad, raro era el hombre, en su pueblo, que no conocía el largo de sus piernas. Pasaba de mano en mano, de boca en boca, sin importarle nada, tan solo el sentirse deseada. La juventud volvía a su cuerpo cada vez que un hombre la codiciaba. Se sentía poderosa, imparable, ardiente, superior al género masculino, al que dominaba con una simple sonrisa. Bastaba una mirada picante y una mueca en sus labios para que el elegido cayera rendido a sus pies, ni ella misma sabía realmente como lo hacía, el caso es que nunca fallaba. Para Ainoa sus aventuras con el sexo opuesto se habían convertido en preservativos, un solo uso y al cubo de la basura. Norma que ella misma se había impuesto, repetir con el mismo hombre era como dar un paso atrás, para vivir en la monotonía, ya tenía a su lado al que poseía horchata en lugar de sangre, su marido.
No obstante, éste último amante la había engatusado, tachando con lápiz la ley que sentenciaba sus actos. Supo que repetiría con él desde la primera noche, pues aquel hombre poseía un talento especial para desatar sus deseos. Cuántas veces no rondo por su cabeza la idea de haberlo conocido años atrás, imaginaba sin censura un amor inmarchitable, pues el fulgor que nacía de los contactos prohibidos,
enloquecían su piel, una droga de alto diseño, que la había convertido en una yonqui de sus besos.
Rozando la tentación del morbo más oscuro, los amantes siempre anhelaban más, llegando al punto de provocar encuentros cada vez más insensatos y macabros. El simple hecho de pensar que iban a ser descubiertos, los ponía a mil.
¿Sabéis esa sensación que provoca la adrenalina cuando la mente sabe que está practicando algo prohibido y el ser descubierto en cualquier momento? Pues eso era exactamente lo que unía a los dos tortolitos.
Sus encuentros pasaron de ser en un hotel alejado a publicitar su amor por cualquier esquina. Se dejaban ver en los bares, cogidos de la mano por el parque, en eventos y fiestas donde podían ser reconocidos sin dificultad, nada les impedía tentar al destino, todo lo contrario, aumentaba el líbido de la pareja como la lluvia hace que un lago se desborde.

Ainoa se acicalaba en su cuarto, una intriga tentadora le había robado la estabilidad que acostumbraba a tener. Su deseado amante, que le hablaba constantemente por teléfono, le había asegurado una noche especial llena de sorpresas, y ella quería estar a la altura de las expectativas. Había escogido el vestido más provocador, ese con escote infinito que marcaba cada curva de su cuerpo, de un color negro con reflejos brillantes, le quedaba como un guante, ceñido y provocador. Sus zapatos solían ser planos, ya que era una mujer alta y no necesitaba incomodar a sus pies con tacones, pero esa noche requería romper los esquemas, así que optó por unos taconazos de aguja que le regalaban una figura esbelta. Sus labios, de un rojo intenso, instigaban a perder la cabeza, hipnotizando todo a su paso.
En el salón, junto a su marido, esperaba ansiosa la llamada de su amante. La escena hablaba por si sola, un hombre envejecido por los años, con un pijama roñoso y del mal gusto, y a pocos centímetros, una exuberante mujer capaz de provocar un infarto con tan solo una fugaz mirada. Él ni si quiera se percató de su presencia, o estaba ciego, o su desinterés había cruzado la línea hasta tal punto de no sentir absolutamente nada, ni por ella, ni por el mismo.
Llaman a la puerta. Ainoa, extrañada de recibir visitas a esas horas, decidió ir a abrir, fuera quien fuese lo despacharía rápido, nadie iba a interrumpir sus planes.
Estando la puerta en proceso, el visitante la terminó de abrir con un movimiento rápido y fuerte, provocando un portazo sonoro y asustadizo. Ainoa no tuvo tiempo de reaccionar, su amante, con un ímpetu desorbitado, la alzó por las nalgas, arrastrándola hasta la cocina sin dejarla respirar.
Sin cruzar palabra, ambos se comían a besos, sus manos, controladas por un éxtasis extremo, palpaban sus cuerpos en busca de placer. Controlados por una morbosidad desconocida, la pasión rodeaba el entorno, él, sin perder el tiempo, le levantó el vestido a la misma vez que con un movimiento ligero, la subió a la encimera. Ella se dejaba hacer, pidiendo más con sus ojos, calmando el ardor entre sus piernas con gemidos mudos. Embriagados por la necesidad de ser descubiertos, absortos por la afección que los hacía libres, hacían el amor apasionadamente, esperando de un momento a otro que el marido apareciera y los pillara infraganti.
El acto fue breve pero descomunalmente intenso. El rostro del amante, adornado con una sonrisa pícara, le expresaba la satisfacción alcanzada. Subido los pantalones y recolocado totalmente, no esperó a que ella terminara de incorporarse, la besó en los labios desteñidos por el encuentro, y guiñando un ojo, desapareció por la puerta que seguía abierta.
Ainoa se bajó el vestido, aún le temblaban las piernas, y con paso firme, como si nada hubiese pasado, se encaminó a su cuarto. Justo al pasar por el salón, su marido giró la cabeza, ella paró en seco, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
-¿Quién era?
-¿Cómo?
-Qué quién ha llamado a la puerta a estas horas
-Ah, uno que se había equivocado buscando a la vecina del cuarto
-Valiente zorra, cualquier día su marido se enterará de todos lo tíos que mete en su cama
-Verdad, que poca vergüenza tienen algunas...