Quité el pestillo superior del gran portón, luego el inferior, abriendo las dos partes para obtener más espacio a la hora de salir. No habíamos hecho más que empezar, y mi frente estaba empapada de sudor. Demasiado tiempo sin practicar esfuerzos.
Un sol despejado de nubes se encontraba en mitad del cielo, abrazando los pigmentos azules con sus extensos rayos, recreando un lienzo acabado, dispuesto a ser colgado en una pared austera de decoración.
Sujetando la silla por la parte trasera, empujé, las ruedas chirriaron levemente, y como si le hubiese puesto un filtro amarillento a la imagen, la claridad fue poseyendo la figura de Fátima. Al fin en el exterior.
Los ojos cerrados, disfrutando cada detalle que la rodeaba, inspiraba el aire puro alimentando a sus pulmones. Escuchaba su respiración profunda, ansiosa, libre de las cuatro paredes que la habían privado de la realidad.
Era temprano, las calles, desiertas de mascarillas andantes, nos ofrecían la amplitud con la que tanto habíamos fantaseado. El ambiente caluroso palpaba nuestra piel, y la brisa mañanera refrescaba esa pesadez mental que había surgido con el estado de alarma. A cada paso, se disipaba la presión craneal, haciendo que el olvido acampara en nuestros recuerdos, y un manto de felicidad, arropaba aquellos días en los que la luz del sol estuvo censurada.
El trozo de tela, perfectamente cosida, que había tenido que fabricar para poder salir, me ocultaba la mitad del rostro de Fátima, sin embargo, las arruguitas que se formaban en los extremos de sus ojos, me hacían entender que sonreía.
Había llegado a quererla igual que a una madre. Cuando todo esto comenzó, reconozco que dudé en cuidarla. Se me hacía muy dura la idea de tener que abandonar mi vida, para anteponer a la suya. Fátima siempre estuvo ahí cuando la necesité en mi juventud; con sus caramelos a escondidas; su propinilla por mis buenos actos; sus historias, que tanto me enseñaron de la vida; su defensa incondicional ante las riñas de mi madre cuando me metía en un lío; su regazo, que tantas lágrimas infantiles soportó...De niña, siempre la recuerdo sola, sin familiares que la visitaran, sin un marido que le hiciera compañía, pero por aquel entonces, ella estaba ágil, y los tormentos provocados por la edad aún no habían hecho estragos en su cuerpo.
Recuerdo estar en el sofá cuando el Gobierno implantó, por la seguridad general, la normativa de quedarnos en casa. Fátima apareció en mi mente, la imaginaba completamente sola, apenas sin poder moverse, y encerrada. ¿Cómo haría la compra? ¿Cómo mataría el tiempo para mantenerse distraída? Me reconcomía la dura idea de abandonarla a su antojo, como si no significase nada. Y entonces, cambié lo roles de la imaginación, inventándome que era yo la necesitada de ayuda y repleta de soledad ¿Qué haría Fátima? Ella ni siquiera lo habría puesto en duda, hubiese reaccionado de inmediato, convirtiendo los pensamientos, a los que tantas vueltas le daba yo, en hechos.
El paseo, nos había encaminado hasta el mar. Situadas en el mirador, la playa, en su inmensa totalidad, se lucía bajo nuestras siluetas, deleitando su grandeza a nuestra visión afortunada. Me situé en el banco más cercano, dejándola a sus anchas, para hacerla creer que había llegado hasta allí con sus propios pies, dejando que la intimidad le hiciese compañía.

Pero a Fátima parecía no importarle nada de lo que estaba ocurriendo. 70 días encerradas, limitadas social y económicamente, amoldandonos a un nuevo estilo de vida impartido por un virus. No obstante, ella ha sabido mantenerse serena, impasible, sosteniendo la esperanza con el puño en alto. Para mi ha sido eterno, insufrible, desesperante. Días en que la ansiedad ha sustraído enteramente a mi personalidad, el estrés ha despedido a mi cabello y el mal humor predominando en mi carácter.
Ahora, absorta por la paz que nos envuelve, comienzo a pensar quién ha cuidado realmente de quien. Hemos formado un buen equipo, mientras yo me he dedicado a abastecer físicamente su reducida movilidad, ella se ha encargado de fortalecer mi mente.
La gente empieza a aparecer buscando su momento de libertad. Pasan por su lado, sin mirarla, como si fuese una estatua incapaz de entablar conversación. Indiferentes, sumidos en sus propias expectativas, nadie se interesa por ella, a nadie se le enternece el corazón al verla tan mayor, contemplando embobada el mar, ninguno de los paseantes se anima a interactuar con la voz de la experiencia. Y comienzo a pensar que la humanidad no ha cambiado nada, que el virus, no nos ha enseñado nada, que el egoísmo sigue presente en los corazones y que la solidaridad sólo estuvo presente cuando no le quedó más remedio. Se me encoje el pecho al pensar que esa mujer, que ha demostrado durante toda su vida que es más fuerte que las penurias que le ha tocado vivir, no será recordada por nadie, no se hablará de ella en los libros, ni se le dedicará canciones o poemas, no se convertirá en ejemplo de supervivencia, ni será un modelo a seguir; su presencia habrá pasado de largo por el mundo, como alguien corriente, sin méritos que admirar, sin momentos que destacar. Su recuerdo será arrastrado al olvido, como las olas que vuelven al océano para dar lugar a otras nuevas, borrando su rastro en la arena.
Volvemos a casa. Mientras se queda dormida, le cojo la mano, y sin pronunciar palabra, le hago saber que su paso por la vida, será recordado; sus esfuerzos por luchar y el valor que han constituido los años vividos, no quedarán en vano.
Agarro la pluma y comienzo a escribir: "Lagunas en la humanidad"