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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

7.4.20

EL REY DE LOS VIRUS


Papá ha llegado a casa. Detrás de la puerta del pasillo lo observo sin que me vea. Cuánta razón tiene mamá, con el uniforme parece aún más guapo. Se despoja de la ropa arrojándola al suelo, luego la meterá en la bolsa de plástico que mamá le deja, se quita la mascara fea, veo que no me ha hecho caso y sigue poniéndosela, la idea del disfraz que le propuse es mucho mejor que esa máscara que le tapa media cara, pero papá insiste en llevarla. Se quita los guantes, se lava las manos, se pone su pijama azul con sus zapatillas a juego, se vuelve a lavar las manos y luego se echa un líquido transparente, una vez me dijo que era para desinfectar. Ya está listo para que me tire a sus brazos. Salgo de mi escondite corriendo y gritando su nombre “Papá, papá” y me engancho a su cuello, él me come a besos y me repite incesantemente que me ha echado mucho de menos.
Estoy muy contenta porque no hay cole, y me paso el día jugando y ayudando a mamá. Pero, no sé por qué, papá nunca está. Cuando me despierto, él ya se ha marchado, y pasan muchas horas hasta que vuelve de la calle, yo sé que falta poco para que llegue a casa cuando es de noche. Después de cenar me asomo a la ventana de mi habitación y miro el cielo, en el momento que todo se vuelve oscuro y las farolas de mi calle se encienden, papá está al llegar. Aunque hay veces que mamá me manda a la cama cuando todavía no ha llegado. Siempre me enfado, porque no puedo dormir sin el beso de buenas noches de mi padre. Algunas de esas noches, me hago la dormida para engañar a mamá, que entra en mi cuarto para comprobar que estoy metida en la cama, y espero despierta hasta escuchar la puerta de casa, entonces, después de un rato, papá abre con mucho cuidado la puerta de mi habitación, se acerca a mi cama y me besa la frente.
No entiendo porque tengo que estar encerrada en casa, sin ver a mis primos, a mis amigos del cole, sin poder salir a jugar al parque de aquí abajo. Papá me dice que por mi seguridad y la de todos, pero no logro entender muy bien a que se refiere. El parque es seguro, además, que desde el balcón veo que no hay nadie, más seguro todavía. Aún así, no me dejan bajar. Tampoco me dejan ver a los abuelos, ¿Ellos tampoco son seguros? No entiendo nada. Hablamos con ellos a través del móvil de mamá, pero a mi no me gusta, prefiero darles besos y abrazos, mamá me dice que pronto, pero pronto no llega.
He jugado un rato con papá, luego mamá ha dicho que era tarde y me ha mandado a dormir. Estoy encima de la cama, jugando con mis muñecas, bajito para que nadie me escuche.
Me aburro, no puedo dormir. Me acerco a la puerta, escucho cómo hablan papá y mamá. No les oigo bien, la entreabro un poco más.
“No sé a donde vamos a llegar. Las calles están vacías, eso es señal de que la gente está haciendo caso y se está quedando en sus casas, pero cada vez lo llevo peor” Escucho decir a papá.
“Esperemos que pase todo rápido” Le responde mamá.
“Es muy duro salir todos los días y vivir así. El riesgo que corremos los policías…cada vez me da más miedo besar a la niña, no sé, es como que no me siento desinfectado del todo, estoy expuesto continuamente y solo pensar que puedo contagiarte a ti o a ella…me supera. ¿Y si soy yo el que se contagia? ¿Cómo me voy a separar de vosotras? Cada vez hay más infectados y quién dice que no seré uno de los próximos. A veces pienso que si no soy capaz de mantener a mi familia a salvo ¿Cómo voy a mantener a salvo al resto de la población?”
“Lo sé cariño, pero es tu trabajo y confío en que harás lo adecuado. No le des más vueltas, saldremos de ésta. La niña y yo estamos bien, y tú mismo lo acabas de decir, la gente se está quedando en sus casas, mucho más no durará esta pesadilla”
“Mierda del Coronavirus, nos está consumiendo poco a poco. Sólo espero que no haya más muertes. ¡Qué tragedia todo!”
Siento la tristeza en la voz de mis padres, hablan apenados, desesperados, pero ¿Por qué? Estamos todos aquí en casita, juntos, ¿Qué es lo que pasa? Supongo que será todo por culpa del virus ese, que si lleva corona, será el rey de todos los virus. Pobre papá. No quiero que se muera, mañana le digo que se quede en casa con nosotras, que llame al trabajo y diga que esta malito, como cuando mamá lo hacía conmigo, llamaba al colegio y les decía que estaba malita, aunque sea mentira y papá no lo esté, nadie se va a enterar, así estaremos todos juntos y ningún rey de los virus nos hará nada.
Me acuesto. A lo mejor mañana ya se ha ido ese virus, y papá y mamá dejan de estar preocupados, yo puedo ir a ver a los abuelos, y jugar con mis primos, y…volver al cole, no tengo ganas, pero si es lo que tengo que hacer para que todo vuelva a la normalidad, iré.
Y sin darme cuenta, mis ojos se van cerrando lentamente, al otro lado de la pared, los sollozos de mi padre me cantan una nana, lloro también, y entre lágrimas confusas, me quedo dormida.

EL ÚLTIMO AMANECER


Abro los ojos lentamente, los párpados me pesan como si cargaran piedras. Desorientada, miro el reloj de mi muñeca, apenas he dormido dos horas, el cuerpo me cruje al estirarme, tengo los músculos tan cansados y consumidos que apenas siento el dolor.
La habitación, cubierta por una penumbra tranquilizadora, se contagia del silencio de la madrugada, aún quedan unos minutos para que salga el sol, si me apresuro, llegare a tiempo para ver el amanecer junto a ella.
El ruido de una silla al moverse me hace percatarme de que no estoy sola, entre unas sombras traslúcidas reconozco la silueta de Nati, está limpiando sigilosamente, supongo que para no despertarme. A pesar de estar forrada por su bata de limpieza, su gorro higiénico, sus guantes azules y su mascarilla de colores, su figura es inconfundible. Carraspeo para que advierta mi desvelo. Nati se gira, me mira, e intenta excusarse por haberme molestado. Con una voz ronca, de recién levantada, le digo que no se preocupe, ella no ha sido la causa de mi desvelo. Ambas sabemos que es complicado dormir más de dos horas con la situación que estamos viviendo.
Manteniendo la distancia de seguridad, le pido que se tome un descanso y vaya por café, su trabajo se prolonga casi tanto como el mío, el Covid 19 trajo la abolición de las jerarquías, todos somos necesarios en igualdad de condiciones, aquí han llegado a ser imprescindibles tanto las limpiadoras como los médicos. Aparta hacia un lado su carrito de limpieza y abandona la habitación.
Con gestos mecánicos, aprendidos por mi cerebro de tantas repeticiones durante estos días, me lavo las manos, me pongo los guantes y la mascarilla, que ya forman parte de mi cuerpo. Despacio, me acerco a la ventana y miro el horizonte, quizá en busca de una presencia divina que venga a traerme buenas noticias, quizá escrutando una salida hacia otra realidad. No consigo ver ninguna de las dos, solo la desesperación del fracaso, la impotencia de luchar contra algo superior a la raza humana. Dirijo la mirada hacia la puerta trasera del hospital, y una vez más el alma se me rompe al ver como dos de mis compañeros, salen con dos camillas cubiertas con sábanas blancas. Dos nuevas bajas en tan solo tres horas, el corazón se me encoge al pensar en esas dos pobres víctimas, en sus familiares, en la rabia que anida en mi interior por no poder hacer más. Descansen en paz.
Me tomo el café en un sorbo para intentar activar el cuerpo magullado por el imparable trabajo. Me despido de Nati que mira absorta un punto en la nada, sus horas de trabajo son infinitas.
Me dirijo hacia su habitación, ya estará despierta, raras veces duerme. Por el camino, me paro con todos los pacientes que desgraciadamente no tienen habitación. Son tantos. Desde hace unos días hemos tenido que situarlos por los pasillos, intentando proporcionarles una mayor intimidad, pero tanto ellos como yo, sabemos que esa palabra ha dejado de tener significado en este hospital. Les mido la fiebre, los acomodo, les doy un poco de conversación, los calmo, intento que este infierno se les haga ameno. Mi sonrisa se ha vuelto perenne en mi rostro, eso hace que se sientan más seguros.
Efectivamente, Candelaria está despierta, me estaba esperando. Sin decirnos ni una palabra, las dos esperamos el nuevo amanecer como cada mañana. Mi mano agarra a la suya pero sin poder tocarla, el tacto está censurado por los guantes. Siento su respiración costosa, sigo sin estar de acuerdo en que cediera su respirador, “Los niños lo necesitan más que yo” me dijo tajante.
Candelaria es una mujer de 92 años, no tiene hijos y apenas le queda familia. Perdió a su marido en la guerra civil y no quiso volver a casarse. Nada más conocerla, me engatusó con su cariño y dulzura. Tengo muchos pacientes, pero ella me hace creer que saldremos de esta, me inculca la esperanza, me educa con su fuerza y no deja que la rendición cale en mis huesos.
Ingresó con Coronavirus hará unas dos semanas, y desde entonces nos hemos vuelto inseparables. Habla poco, cada vez tiene menos fuerza y su respiración se condiciona por minutos, pero veo en sus ojos todo lo que necesito saber. Candelaria, una mujer tan vivida, tan luchadora, que haya sido capaz de vencer a una guerra, a una dictadura, a la muerte de su esposo, que haya pasado hambre y desolación, ahora se vea desamparada y desprotegida por este maldito virus que le arrebata el jersey de la vida, tirando poco a poco de un hilo suelto. Y yo, siendo doctora, no puedo hacer nada.
Es hora de llamar a casa. Llevo cuatro días sin ver a mis hijos, el único consuelo es poder hablar con ellos por teléfono. Le digo a Candelaria que ahora vuelvo.
Para quitarle importancia al asunto y no asustarlos, bastante tienen ya con estar encerrados, busco un lugar donde estar sola y así quitarme la mascarilla, para que puedan ver bien la enorme sonrisa que su mamá les regala. Soy breve, no porque no los eche de menos, si no por el dolor que me causa no poder estar junto a ellos. Siempre me despido cuando empiezo a notar ese nudillo en la garganta que te advierte la llegada del llanto. Tranquilos mis niños, todo saldrá bien, pronto estaremos juntos.
Regreso junto a Candelaria, en menos de media hora comienza mi turno y quiero pasar ese tiempo con ella. Candelaria tiene los ojos cerrados, estará descansando, pienso, susurro su nombre para no asustarla, pero Candelaria no me oye, alzo un poco más la voz y la zarandeo levemente.
Dejo de engañarme y abrazo la cruda realidad.
Apareció el sol para dejar marchar a Candelaria, y queda impregnado en mi recuerdo nuestro último amanecer, descansa en paz querida amiga que yo seguiré luchando.