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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

2.6.20

RELATO: Desde Los Ojos de la Víctima

Abre los ojos por primera vez, apenas distingue siluetas, pero se siente seguro. Los ruidos que acompañan el entorno son nuevos para él, en realidad, todo es novedoso. Al primero que define es a Sebastián, aún no lo sabe, pero será su protector, el que se encargue de cuidarlo y hacerlo fuerte, el que adoctrinará su comportamiento e instruirá su instinto. Serán inseparables.
Le lavan la cara, con cuidado para que no le entre nada en los ojos, luego el cuerpo, la mucosidad es difícil de quitar, pero ellos son expertos, no tardaran en llegar al final.
Aparece un señor con bata blanca, le inspira miedo. El manejo que utiliza para bregar con su cuerpo es frío, mecánico, pero no le hace daño. Lleva las manos cubiertas por guantes, y lo inspecciona. El abdomen, las orejas, los ojos, las extremidades, el pelo, un chequeo en toda regla. Él se deja hacer.
Sebastián lo coge en brazos. Ve el suelo a una distancia desorbitada y le crea inseguridad, comienza a ajetrearse para zafarse de los brazos que lo aprisionan. Sebastián lo calma con susurros y caricias. Entran en un lugar más oscuro, ambientado con un hedor que le resulta familiar. Lo tumban en una camilla de metal, y el hombre de la bata blanca, saca unos aparatejos de un maletín. Vuelve a manosearlo. Sebastián se ha marchado, eso le preocupa, se muestra inquieto, nervioso, y al hombre de la bata blanca le cuesta mantenerlo sereno. Saca una jeringuilla del maletín y se la inyecta. De pronto siente sueño y se deja llevar.

De nuevo, abre los ojos, el señor de la bata blanca ya no está, sí Sebastián. Lo acaricia, le habla en otro idioma que él no entiende, pero por sus actos sabe que no le va a hacer daño. Lo ayuda a incorporarse y lo traslada al exterior. Un enorme prado lo espera. Con dificultad, consigue ponerse en pie, Sebastián no lo abandona, sigue a su lado y lo anima a seguir adelante. Tras unos pasos indecisos, adquiere la seguridad necesaria para andar solo, y en pocos minutos, corre como un loco por el inmenso prado verde. Escucha la risa alegre de Sebastián.

Ha alcanzado un hermoso tamaño, uno de los más grande de su promoción, Sebastián se siente orgulloso.
No entiende cómo ha llegado ahí, ni cual es su cometido, pero se siente feliz. Hay otros de su especie y aprende a convivir con ellos, aunque los mimos que provienen de Sebastián solo son para él.
Se siente libre y amado.
Durante el día pasta a sus anchas, corre por toda la explanada cuando le viene en gana, y si hace mucha calor, se tumba a la sombra de un árbol. De vez en cuando, Sebastián entra en su casa y se lo lleva. Es un lugar extraño para él, pero se divierte.
El tacto del suelo es diferente, no es esponjoso y fresquito como la hierba que pisa cada día, es áspero y raspa. Se acostumbra rápido. No es un espacio abierto donde es incapaz de ver el final, todo lo contrario, está cercado, limitando sus movimientos. Una valla impide que salga de ahí, sin embargo, puede ver más allá. Una especie de cerco ovalado que engaña a la vista, pues si no estuviese esa valla seguiría siendo libre. No le preocupa demasiado, Sebastián están junto a él en el cerco vallado.
Con un paño rojo, lo anima a seguirlo, él lo toma como un juego, ciertamente es divertido. Su único trabajo es intentar alcanzar el trapo rojo, Sebastián es el que hace el mayor esfuerzo. Da media vuelta, se pone de rodillas, huye, vuelve a la carga. Así pasan horas, hasta que se siente cansado, y cómo no puede hablar el mismo idioma, se tumba, para que Sebastián advierta que se terminó el juego. Lo vuelve a llevar a su casa. Se acerca a su cara, lo acaricia y le besa el hocico, dos golpecitos en la frente y se marcha. Está muy cansado, ha sido un día de juegos muy intenso, necesita dormir.

Una vez más, situado en todo el centro del lugar vallado, Sebastián saca su paño rojo. Esta vez no están solos, otras personas observan desde el otro lado de la valla. Comienza el juego. Corre hacia el trapo rojo, casi roza el cuerpo de su protector, deberá ir con más cuidado. Una, otra, y otra vez intenta alcanzar el dichoso paño rojo, pero le resulta más difícil de lo que aparenta. Se pregunta qué ganará si consigue alcanzarlo. El juego comienza a ser aburrido, siempre lo mismo, pero ve a Sebastián tan emocionado que no se dar por vencido, al menos que se divierta él. Los observadores alzan la voz con cada giro de Sebastián, debe de estar haciéndolo estupendamente, se alegra por él.
Sebastián desaparece un momento, él aprovecha para pasear alrededor del cerco, algunos de los visitantes intenta acariciarlo, él está encantado. Aparece Sebastián. Ahora, además del paño rojo, lleva en la mano un palo, no entiende muy bien que desea hacer con eso. Reanudan el juego. Cada vez que se acerca al paño rojo y pasa a través, Sebastián le coloca el palo en el lomo, no le hace daño, pero sí le incomoda, sin el palo, el juego era más divertido. No obstante, a los del otro lado de la valla, parece encantarles. Al fin, dan por terminado el juego. Todos los allí presentes lo acompañan a su casa, y todos, se despiden de él con caricias y golpecitos en la frente, incluso uno le besa el hocico. Se siente feliz.

Sebastián ha venido hoy antes de tiempo a visitarlo, apenas acaba de despertar. Se queda un rato junto a él, lo acaricia, lo mira con ojos brillantes, corren juntos por el prado. Sebastián se apoya en uno de los árboles mientras él se dispone a comer, está hambriento.
Cuando ha terminado, se acerca a su cuidador, y lo empitona con dulzura, Sebastián sonríe, pero a la misma vez llora. Él está confuso ¿No se lo ha pasado bien hoy?
Su protector se pone en pie y lo guía hasta la cabaña. Allí hay un enorme camión, del que bajan tres hombres más. Otro día más jugando con espectadores. Pero se equivoca.
Uno de los hombres se acerca sigiloso, lo acaricia y luego le inyecta algo, le resulta familiar. El sueño se apodera de su cuerpo.
Despierta, no está en su casa, es otro lugar con olores diferentes y mucho ruido. Está encerrado y solo. Muge llamando a su dueño. Se siente asustado, no sabe cómo ha llegado ahí. Acorralado en un espacio donde apenas cabe su cuerpo, el suelo es áspero, levanta las patas para hacer fuerza, quiere salir de allí. Sebastián no aparece por ningún lado. En el exterior, lo que no alcanzan ver sus ojos, se muestra ajetreado, un bullicio decora el cielo azul, y de vez en cuando, los mismos sonidos que escuchaba cuando jugaba con su amo. ¿Va a jugar?
Se agobia, necesita salir, embiste la puerta que le prohíbe el paso, una vez, otra vez, cada embestida con más fuerza, alguien tiene que oírlo, y de la nada, aparece un hombre, por arriba, con un enorme palo en la mano, y lo pincha. Un escozor insoportable lo hace quedarse quieto ¿Quién es ese y por qué le hace daño? Él solo quiere salir de allí.
Impaciente, aguarda su turno, sabe que no puede quedarse encerrado de por vida, y aún guarda la esperanza de que Sebastián vaya a recogerlo para jugar juntos.
Abren las compuertas y un nuevo pinchazo en el trasero lo hace salir escopetado. El lugar es inmenso, el suelo, recubierto de esa masa áspera e incómoda que nada tiene que ver con el suelo de su casa. El lugar es redondo y con vallas mucho más superiores que su sitio de juegos. En posición superior, rodeando el paraje donde está encerrado, miles de observadores se ponen en pie, vitorean, gritan y aplauden. Se asusta. Queda parado, observando cada detalle que lo rodea, y sin dejar de buscar a Sebastián. En uno de los vistazos, visualiza a un señor en medio de aquel lugar tan desconcertante. Su vestimenta es singular, distinta, nunca había visto nada igual, pero en su mano soporta un enorme paño, no es rojo, es otro color que no sabría definir. Parece que lo espera para jugar con él.
No quiere, solamente juega con Sebastián, y ese hombre no es. Abucheos invaden sus oídos, sirenas molestas enturbian su bienestar, y una tensión inexplicable controla el ambiente. Tras una madera, pegada al límite, ve aparecer a Sebastián, que le hace gestos para que avance, pero él solo desea salir de allí. Quiere acercarse a su protector, pero éste se ha vuelto a esconder tras ese trozo de madera ¿Acaso le tiene miedo?
El hombre que soporta el paño comienza a emitir sonidos extraños, cree que lo está incitando para jugar. Finalmente, cede, y corre hacia el paño, lo que provoca una ovación monumental. El juego es el mismo, él se dedica a perseguir el paño, con cuidado de no rozar al participante, no quiere hacerle daño. A cada movimiento realizado, aplausos y silbidos, comienza a sentirse cómodo, al parecer están disfrutando de su juego. El jugador desaparece, habrá ido a por el palo, eso significa que el juego está apunto de acabar y podrá regresar a casa. Se siente feliz.
El hombre sale de nuevo al ruedo, con su paño, en su mano, la que queda libre, agarra un palo cubierto de colores, será uno especial para la ocasión. Quedan ambos uno frente al otro, él juega con sus patas esperando la señal del jugador. Listo, señal lanzada, corre rápidamente para alcanzar el paño, y justo cuando pasa a través de él, un pinchazo agudo se retuerce en su lomo, le duele, le hace daño, el jugador no ha calculado bien y sin querer, se lo ha dejado clavado. Hace esfuerzos por zafarse de él, pero le es imposible. Pica, no le gusta. Se repite la jugada y un nuevo palo clavado a su espalda. Ahora duele más. Siente resbalar la sangre por su cuerpo, se siente débil, cansado, y nadie va a ayudarlo ¿Qué clase de juego es ese? La gente cada vez más emocionada y alterada no dejan de aplaudir. No entiende nada. ¿Les divierte verlo sufrir? Se acabó, cambiará las reglas del juego.
Se dispone a embestir nuevamente al paño, solo que esta vez calcula mejor, y al pasar, clava uno de sus cuernos en el muslo del jugador, se queda enganchado y le hace daño, menea la cabeza de un lado a otro, pero el hombre no se suelta. De la nada, aparecen otros individuos, todos con su paño correspondiente, y lo rodean, uno lo agarra del rabo y tira fuerte, le produce un daño atroz, intenta ir a por él. Cuando gira la cabeza para buscar al jugador, se lo están llevando, también sangra como él, entonces ¿Por qué nadie viene a ayudarlo? Él también sangra desde hace rato. No entiende el juego.
Minutos solo en el ruedo, la gente parece preocupada, seguro que pronto lo sacarán de ahí.
Un nuevo jugador entra al ruedo, su traje es diferente, lleva un paño igualito que el del anterior, pero en su mano no lleva palo, sino un utensilio brillante, como de metal, acabado en forma puntiaguda. Le hace la señal. Obediente y con ganas de que termine todo, corre hacia el nuevo jugador, éste, al parecer enfurecido, le clava el utensilio brillante justo detrás de la cabeza, un golpe certero, impecable. El dolor es insoportable, y siente como el cansancio supera sus fuerzas. Se encuentra pesado, aturdido, y unas manchas negras aparecen en su vista. Los sonidos se vuelven distorsionados y le cuesta trabajo respirar. No puede más, se rinde, ha perdido el juego, terminó, que alguien venga a por él y lo saque de allí.
El jugador se acerca con elegancia, atrevido, sonriente, hasta posar sus pies cerca de su hocico. Lo mira con la poca fuerza que le queda, y con la mirada le pide ayuda, se siente muy dolorido y necesita descansar. El jugador levanta el utensilio puntiagudo y saluda al público. Él intenta buscar a Sebastián, pero ya no está tras la pared de madera.
Mira al cielo y piensa en su casa, en su prado verde, en la felicidad de todos esos años. Piensa que pronto volverá y que nunca jamás jugará a este juego estúpido, donde la sangre es el elemento principal y la vergüenza el valor más respetado. Ya falta poco, piensa, aguanta un poco más, pronto te sacarán de aquí.
Su cuerpo comienza a convulsionar, no lo puede evitar, el dolor ha desaparecido para dar lugar al sueño. Los párpados se cierran solos, y el silencio anida en el lugar. El olor a sangre le produce náuseas, y el rostro del jugador refleja un atisbo de venganza. Sigue sin entender el juego.
Levanta la espada, se pone recto, observa como coge aire, y una sombra enturbia su rostro.
Un tormento sobrenatural le desgarra la piel, y siente como la sangre fluye para llegar al suelo, sin embargo, más lo desgarra el saber que Sebastián lo ha abandonado, que el amor que un día sintió por él, ha desaparecido.
Entre aplausos, vítores y alegría, aupan al torero como el ganador, mientras su cuerpo indefenso es expuesto como un trofeo.
Corrompieron su alma para enmarcar su sufrimiento. Quedó eterna su imagen, colgada en una pared desconocida, reflejando el resumen de su vida. Un premio amañado, un trofeo más, una tortura innecesaria y un amor ultrajado.