Libertad de expresión

Datos personales

Mi foto
Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

8.6.21

RELATO: No es oro todo lo que reluce

Aparca el coche justo delante de su puerta, y antes de bajar, no olvida coger el pan del asiento de atrás. Al salir, se encuentra con su vecina, que como todos los días, lo saluda amablemente con la mano. Entra en casa, deja el pan sobre la encimera y mira el reloj que está sobre el frigorífico, son muchas horas sin comer, quizá debería bajarle algo. Abre la nevera y coge un pedacito de queso, casi pasado, y un tetrabrik de leche caducado hace dos días. Tiene tanta hambre que no le dará importancia al sabor.
Baja hasta el sótano, abre el primer candado de la parte superior, luego el segundo, más abajo, y finalmente, empuja la enorme puerta de hierro. 

Está exactamente como lo dejó ayer. Acurrucado en la misma esquina donde le puso el colchón, con la cabeza metida entre las piernas, dejando ver la cadena que le envuelve el tobillo.
Alfonso se acerca despacio, advirtiendo con sus fuertes pisadas que es hora de despertar. No se inmuta, sigue en la misma posición encogida, como si aquella circunstancia no fuera con él. Alfonso le da una pequeña patada, intentando llamar su atención, si no se despierta...la tortura no será igual de divertida.
-¡Tú! ¡Despierta! Toma, te he traído algo para que repongas fuerzas, ayer casi me abandonas cabrón.
Dice mientras le tira el trozo de queso al colchón y le coloca la leche junto a sus pies. 
Se marcha para que pueda degustar la comida con tranquilidad.

Hoy cocinará algo de pasta, se siente antojado de probar una receta nueva que vió ayer tarde en un canal de cocina. Mira el reloj del frigorífico, apenas marca las tres, si no se demora la preparación de la comida, incluso le dará tiempo a echarse una siesta, debe estar descansado para lo que viene después. Mientras cocina, canturrea unas de las canciones que suena desde el equipo de música, incluso contonea el cuerpo al son de las notas, dejándose llevar. Se siente de buen humor, la terapia de ayer consiguió calmarlo bastante, y hoy, al parecer, ha dado sus frutos.
Después de almorzar, como tenía previsto, consigue descansar durante media hora, y al despertar, se siente como nuevo. Ni siquiera prepara café, siente tantos deseos de bajar al sótano, que la misma adrenalina le proporciona la cafeína suficiente para comenzar la sesión de hoy. A ver lo que dura el bicho.
Antes de bajar, pasa por la habitación del fondo, y coge los juguetitos que utilizará con su víctima. Unos alicates, un destornillador y el arma estrella, un cortauñas. Ya está preparado para bajar al sótano.
Activa la música en el salón y sube el volumen al máximo, hay que camuflar los gritos.

El secuestrado se ha terminado el queso pero la leche ni la ha tocado. Se encuentra sentado, con la espalda apoyada en la pared. Su cara cambia radicalmente cuando ve entrar a su torturador, no sabe si será capaz de soportar un día más. Se siente muy débil, ha perdido la cuenta del tiempo que lleva encerrado, la locura casi domina su mente y lo único que lo mantiene vivo son los víveres que de vez en cuando le ofrece Alfonso. Preferiría estar muerto, pero sabe que Alfonso no lo permitirá hasta saciar su ira.
Alfonso le atiza un fuerte golpe en la cabeza, que lo deja medio ido, pero aún consciente, lo desencadena, y con esfuerzo, lo tumba sobre la camilla supletoria que ha colocado anteriormente en medio de la habitación. Le amarra los brazos, las piernas y el cuello, dejándolo casi inmóvil. Aturdido, la víctima, puede escuchar de fondo esas coplas tan sonoras que llegan desde otro lugar, su mente ya ha asociado esa música como el principio del dolor que le tocará soportar. Siente cómo el cuerpo le tiembla, como las náuseas recorren su esófago y la boca se le seca como si comiese albero.

En una mesita alta, Alfonso ha colocado estratégicamente las herramientas que adquirió hace unos minutos, un barreño con agua templada y unos paños. Primero coge los alicates, y con sumo cuidado, va arrancando cada uña de los dedos de los pies. Lo hace con naturalidad, como si se hubiese ganado la vida con ello desde su niñez, haciendo caso omiso de los gritos y aullidos que presenta el afectado. La sangre corre a borbotones, manchando el suelo. Alfonso, con la misma templanza, lo limpia con los paños que luego enjuaga en el barreño. Todo esto si mirar a su víctima a la cara. Eso no es lo que le da placer, no. El placer es sentirse imparable ante tanta crueldad.
Deja el alicate, y se anima con el destornillador. Cambia su posición, colocándose a la altura de la cabeza del que está atado. Le acaricia el pelo, como si pretendiese calmarlo, o quizá solo esté burlándose de él. Apunta el destornillador hacia la oreja, y muy sutilmente, lo introduce en el oído dando vueltas. Algo impide que pueda seguir adelante, empuja más fuerte el destornillador, nada, algo obstruye el recorrido, así que, haciendo uso de la fuerza de sus dos manos y su cuerpo, apoya el destornillador en su cadera y aprieta fuerte contra él. Se escucha un clac y el destornillador entra y sale sin dificultad. La sangre escandalosa se esparce por la camilla, por el suelo y por el cuerpo de la víctima. Alfonso, como la vez anterior, vuelve a coger los paños para recoger la suciedad.
Decide esperar unos minutos, su secuestrado parece que se ha desmayado del dolor, y como ha mencionado antes, si no está consciente, no es divertido. Moja uno de los paños y deja caer el agua sobre la cara. El efecto es el que esperaba, el torturado se despierta una vez más.
Agarra el cortauñas. Lleva días soñando y pensando qué hacer con él. Se dirige a la zona media del cuerpo, le baja los pantalones. La víctima comienza a retorcerse, intentando zafarse de lo que vaya a suceder, pero sabe que es imposible, aún así, no deja de intentarlo una y otra vez, hasta que Alfonso, impaciente, le atiza un golpe seco en el estómago, que hace que el hombre se encoja, dentro de lo que puede, de dolor. Coloca el cortauñas en uno de sus testículos, asegurándose de coger parte de la piel, y acto seguido, presiona el instrumento. Una vez más, y otra, y otra...y se ciega de placer.
Habiendo recogido todo el estropicio, se sienta en una silla y observa a su víctima. Cómo sufre, cómo suplica que lo mate de una vez, ya ni siquiera le pide que lo suelte, que lo libere.
Eso le reconforta, es señal de que ha hecho un buen trabajo, al final toda esta barbarie ha servido para algo.
Se enciende un cigarro y quema las heridas abiertas con él, si sigue sangrando, morirá, y ése, no es el final que ha diseñado para él. 
-Ahora te dejaré un rato a solas, para que reflexiones, bébete la leche, te ayudará a recomponerte. Más tarde, o quizá mañana, volveré.
Se dirige hacia la puerta, cansado, y siente como su aura se vuelve negra, pero es inevitable lo que su corazón le obliga a hacer. Piensa que ya queda poco, que pronto todo habrá acabado, y todos podrán descansar en paz. Abre la puerta y justo cuando se dispone a salir, escucha una leve vocecita, apenas sin fuerzas.
-¡Qué más quieres de mi! Me arrepiento, de verdad que me arrepiento. ¡Mátame de una vez!
Se para en seco. Siente como un odio feroz le sube desde los pies hasta el mismo cuello, como navega por sus venas una rabia en lugar de sangre, y siente el dolor más grande que ha sentido jamás, una impotencia tan severa que hace que elimine a su conciencia. ¿Por qué habla? ¿Por qué pide perdón? ¿No comprende qué es eso lo que alimenta mi ganas de verlo sufrir? Se pregunta a sí mismo, intentando controlar sus impulsos de seguir con la tortura.
Sin moverse, ni girarse, con una voz grave y segura, contesta.
-Quiero acallar con tus gritos y tu sufrimiento, los sollozos y súplicas que residen en mi mente, cada vez que imagino los últimos minutos de mi hija. Quiero que ella pueda descansar en paz, sabiendo que su padre vengará su muerte injusta. Quiero que te vayas al infierno siendo consciente del daño que causaste, y quiero, hijo de la gran puta, verte derramar hasta la última gota de sangre para así cerciorarme de que estás muerto para siempre, y de que nunca más volverás a dañar a ninguna otra niña.

Y se marchó, dejando tras de si el ruido propio de un portazo, a sabiendas de que volvería al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, hasta acabar con el hombre que torturó, violó y asesinó a su hija.