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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

26.6.20

RELATO: La Leyenda de la Hierba Negra

De un salto, se levantó de la cama, casi como si tuviese alas, y corrió directa al exterior. Mientras, en su cabeza, solo rezaba porque algo hubiese crecido en su huerto, una insignificante lechuga, una patata podrida...le daba igual, solo deseaba ver crecer un atisbo de tanto esfuerzo labrado desde que llegó a aquel lugar. A veces dudaba de su cometido allí, aunque en el fondo, sabía que era la mejor opción.
En tiempos de guerra, lo más fácil y llevadero, era vivir en el campo, ella lo sabía a la perfección. Tras la muerte de su marido y sus tres pequeños ángeles, la ciudad se le había antojado una cárcel cruel, con sonidos escalofriantes al anochecer, que le perturban el sueño; gritos inocentes ahogados con disparos; miedo en cada esquina iluminada y desconfianza de la propia sangre. Nadie podía dar por sentado seguir con vida, no desde que estalló la maldita guerra civil.
Al encontrarse absolutamente sola y sin ayuda, fue la única solución que apareció en su mente. Los franquistas estaban tan obsesionados con limpiar la ciudad, que apenas circulaban por los campos; y ella, tan joven y vulnerable, ansiaba sobrevivir. Su vida era para aquellos asesinos sin piedad, como un envoltorio de un caramelo, fácil de tirar a la basura, sin que nadie lo echara de menos.
Huyó sin mirar atrás, sin coger nada de su casa, nada que pudiese involucrarla en una disputa política o de cualquier otra índole que sentenciara su vida. Se llevó consigo sus recuerdos, lo que nunca podrían robarle, ni quemarle, ni destruir, recuerdos de su esposo e hijos, que lamentablemente, habían sido fusilados. Seguían vivos en su interior, nadie podría arrebatarle el amor de su familia.
Pasó días deambulando por caminos inciertos, cargando el hambre, el frío y mucho miedo; hasta encontrar la casita, casi en ruinas, en medio de una explanada de tierra sin cultivar.
Quizá en otras circunstancias no la hubiese visto como su nuevo hogar, pero en aquel momento le pareció la casa más acogedora que había visto en su vida.
Los primeros días se abastecía de animales muertos que encontraba por los alrededores; de flores con bonitos colores, insípidas y sin ningún nutriente para recobrar fuerzas, aún así, se las comía para intentar engañar al hambriento estómago.
El agua no fue un problema, a pocos kilómetros había un pozo. Teniendo agua, tenía vida.

Un día más sin que el huerto se pronunciara. Se agachó, cogió un puñado de tierra, la palpó, la olió, y enfadada la arrojó lo más fuerte que pudo. No entendía cuál era la desgracia que en aquel campo residía, sabía cultivar, lo había aprendido de su padre y su abuelo a lo largo de su vida, y al parecer, su conocimiento de agricultura se reía a sus espaldas.
Comenzaba a anidar en su interior una frustración, que si no conseguía dominar, acabaría con ella antes que los temidos franquistas.
Volvió a la casita cabizbaja, se sentó derrumbada en lo que ahora llamaba cama, una manta mugrienta colocada de mala manera sobre tierra de su propio huerto; y dejó que la esperanza se marchara de su lado.
Durante días estuvo tumbada en la cama, sin comer, sin beber, y a ojos de algunos, sin vivir. Abandonando cualquier intento de sobrevivir, sentenciándose a si misma con una muerte lenta. Hiciese lo que hiciese, un mínimo intento de supervivencia, se desintegraba como los cuerpos yacentes que ahora habitaban en este país en guerra.
La lucidez, que había permanecido en ella como un bastón de hierro, desaparecía. Nada parecía real, ni la guerra, ni las muertes, ni siquiera pensar la hacía existir. La locura fue arropándola poco a poco, engatusando como un dulce a un niño, mimándola como la verdad absoluta, creando en su corazón una túnica sombría que le arrancaba la ilusión. Hasta su Dios parecía pisotearla, hincándole el talón en la cabeza, enterrándola en la creencia más absurda.
Finalmente, abdicó en su otro yo, el cruel, el loco, ése alter ego que te convierte en un ser rastrero y moribundo, que te encierra en la oscuridad de tus más temidos miedos e inseguridades.

Abrió los ojos y comenzó a reír a carcajadas. Sin explicación alguna, se dispuso a bailar una cancioncilla que ella misma tarareaba, chocando con las paredes de madera, cayendo al suelo. A cada paso alzaba más la voz, y se sentía feliz, después de mucho tiempo, era feliz.
El día se adornaba con un radiante sol que iluminó sus mejillas al instante, se sintió dichosa. Su canto, sin ritmo y con voz malsonante, resonaba en la lejanía, contestado por cuervos que salían de la nada. Algo la hizo parar en seco. Su semblante se transformó, de pura alegría pasó a una seriedad inquietante. No muy lejos de donde se situaba, había un bulto en el suelo. Con el trasluz del sol, apenas divisaba de qué se trataba, su locura inminente la hizo danzar hasta el bulto desconocido. Un muerto. Un hombre de unos 30 años yacía en la tierra, si no fuese por el tremendo disparo en la sien, parecía estar descansando al aire libre, y eso debió pensar ella, pues se puso a entablar conversación con el pobre hombre. A tal extremo había llegado su locura, que daba a entender que el muerto le contestaba, ¡hasta la hacía reír! Si no fuese por lo macabro que pudiese parecer, muchos asegurarían que ella flirteaba con el cuerpo sin vida. La delataba esa sonrisita que sueltan las señoritas cuando un caballero es de su agrado. Sus mejillas se sonrojaron, y cómo miraba ella a su conquistador mudo, con ojillos de muchacha enamorada.
En un instante, su amabilidad enamoradiza se volvió déspota, con un llanto atronador, gritaba sin piedad al difunto, que en sus pies descansaba en paz. Regalándole fuertes patadas, gritaba y gritaba sin obtener respuesta alguna. Corrió hacia la casita, desesperada, registró cajones, de los pocos muebles que adornaban su hogar, enloquecida, con la mirada cubierta de un fuego imaginario, rompía y tiraba todo lo que a su paso encontraba. Ni ella misma sabía lo que buscaba. Incontenibles sus ansias de encontrar algo, saltó por una de las ventanas de la parte trasera, y sus ojos se iluminaron de maldad al visualizar un hacha apoyada en la pared. Al cogerla, sintió una perversidad imparable, aterradora para cualquier persona cuerda, que se apoderaba de ella hasta hacerla suya.
Con el hacha sujeta por las dos manos, corrió hacia el que fue su pretendiente. Con la poca bondad que aguardaba en su alma, le formuló una amable pregunta, sin embargo, el silencio era el dueño de aquel terreno. Su rostro enrojeció, la ira se apoderó de su subconsciente, y ella misma acogió a la irracionalidad, dejándose llevar por sus impulsos más tétricos.
Clavó el hacha en el cuerpo inerte, una y otra vez, la sangre, aún caliente, caía en la tierra infértil, manchaba su cara, su ropa, no obstante, ella seguía sin dudarlo un segundo, como si ese fuese su cometido, su razón de vivir, lo hacía con tanta naturalidad que llegó a pensar que había nacido para ello. Al fin terminó su trabajo, y lo que antes fue un cuerpo fusilado, ahora eran trozos de carne mal cortada. Los recogió, tantos como le cabía en los brazos, y fue llevándolos al interior de la casa. Una vez que todos los pedazos estaban junto a ella, los introdujo en una especie de cacerola, encendió el fogón y dejó que los restos de aquel pobre hombre, se desintegraran lentamente. El olor era nauseabundo, insoportable, sin embargo, a ella parecía encantarle, removía los restos igual que había removido guisos a lo largo de su vida, con destreza y felicidad.
Al asomarse a la cazuela, después de horas, encontró un líquido rojo ennegrecido adornado con trozos irreconocibles, que pululaban un hedor capaz de sepultar al alma más viviente. Ella sonrió satisfecha. Alcanzó su regadera, con la que cada mañana regaba su huerto, y la rellenó con el mejunje que había cocinado.
En el huerto, colocada en un lateral, mientras canturreaba a saber qué, inició el regadío, abasteciendo cada centímetro de tierra con los restos maltratados de aquel miserable hombre. Una vez hubo terminado, volvió a su casita, se tumbó en la cama y riendo se quedó dormida.
Una pesadilla mal encaminada la hizo despertar al alba, poco le duró el desasosiego, la risa esquizofrénica volvía a su garganta como regresan las golondrinas cada febrero.
Entusiasmada, salió al exterior, gritos de alegría y júbilo rebosaron el silencio de la guerra. Su huerto, esa tierra que mataba cada vida que se dispusiera a crecer en ella, estaba cubierto de hierba. Hierba negra como el carbón. La incógnita que a cualquiera de nosotros nos habría perturbado, a ella parecía encantarle, nada se extrañó al ver el color oscuro de lo que ahora adornaba su huerto.
Una hierba alta, fuerte y brillante, pero negra. Era como si alguien hubiese tintado cada brote con especial cuidado, dando lugar a un hermoso campo moreno. El sol bañaba el huerto, haciéndolo aún más fúnebre, viéndose desde lo alto como un agujero negro.
Cuando el viento mecía aquella extraña hierba, creaba un olor a muerte imposible de esquivar, un olor capaz de reavivar los sentidos más crueles, más cínicos, un olor que hacía vomitar solo con respirarlo, llegando a pudrir cada órgano sano del cuerpo.
Ella, contenta y orgullosa de su huerto cultivado, bailaba una melodía sin letra mientras atravesaba aquella aberración rural. Palpaba cada hoja con la misma sensibilidad con la que acariciaba a sus hijos antaño, la besaba tan dulcemente, que era hermoso observar tal extraño acto.

A los pocos días volvió a aparecer en sus tierras otro cuerpo inerte, en este caso una mujer, no mucho mayor que ella, tumbada boca abajo, casi desnuda, con la piel magullada y arañada. Al darle la vuelta y poder observar su rostro, se estremeció, un escalofrío recorrió su espalda, pero nada impidió que volviese a practicar su ritual. A pesar de ser la segunda vez que descuartizaba un cadáver, se podía leer en su mirada la satisfacción que le producían sus actos, la locura se acomodaba cada vez más en sus sienes, y ella, solo se limitaba a aceptarla.
Como la primera vez, hirvió los trozos del cuerpo, y acto seguido, regó el huerto, cantando y bailando, como si de una fiesta tradicional se tratase.
Habiendo pasado cuatro días, creció un hermoso árbol justo en medio de toda la hierba negra. Un árbol negro. Negro su tronco, negras sus hojas, negros sus frutos y negras sus raíces, aunque no se vieran.
Ella, contenta por toda la belleza que ahora decoraban su hogar, no dudó en comer un fruto de su nuevo árbol. El fruto, similar a una manzana, totalmente negro por fuera, al pegarle el primer mordisco, observó que su interior era rojo, rojo como la sangre derramada por tantos inocentes.
Comía un fruto tras otro, para desayunar, para almorzar, merendar y cenar, o simplemente para disfrutar de tan tremendo manjar.

Transcurrían las semanas, apareciendo cada pocos días, un nuevo cuerpo fusilado. Mujeres, hombres y hasta niños, a todos los desmontaba con su hacha para luego regar su huerto. Crecieron más árboles, arbustos y plantas de diferentes tamaños. Una vegetación diversa en sus formas y todas del mismo color, negro.

En la ciudad comenzaron a surgir rumores, leyendas, habladurías de gente sin recursos mentales, incapaces de comprender a nuestra humilde agricultora. La apodaron la loca negra, la agricultora fúnebre, la bruja negra, o incluso, el ángel sepulcral. Unos decían que la misma guerra la había llevado a perder la cabeza, que el mal anidaba en sus adentros y todo lo que tocaba lo volvía negro. Otros, cuchicheaban que al perder a toda su familia huyó sin más y topó con una casa repleta de carbón, por eso toda la vegetación era negra, ella misma la tintaba para alejar a los franquistas.
Una minoría la veneraban, creían en sus prácticas inadecuadas, afirmaban que sus actos solo eran un culto para pedir perdón por tanta sangre derramada, que salvaba las almas de los muertos matados a traición, y que gracias a ella, podían volver a vivir en forma de plantas para que nadie lo pudiese fusilar. Ella les brindaba una segunda oportunidad.
El caso fue, entre dimes y diretes, que se creó una nube de incertidumbre y miedo hacia su casa, su huerto y a ella misma. El miedo a lo desconocido nos hace juzgar lo que no somos capaces de entender, inventando circunstancias y dando por hecho realidades subjetivas que se alejan bastante de la verdad.
Era tanto el miedo y pudor que se difundió acerca de ese terreno, que ni los franquistas se atrevían a pasar por allí, eso le vino a ella como anillo al dedo. Era tan grande el temor que sentía frente a un uniforme de tal envergadura, que su cuerpo temblaba como vibra el suelo al caer una bomba.

Había olvidado al mundo, más allá de su huerto no existía nada. Ya no recordaba su pueblo, ni a sus amigos, ni las calles por las que paseaba en tiempos de paz cogida de la mano de su marido. Todo aquello había envejecido en su cabeza, aparecía como un recuerdo borroso e inverosímil, como un sueño.
Lo que no había conseguido olvidar era la guerra, las muertes, huir sin motivo, y el tenebroso recuerdo de la muerte de su familia.
No estaba sola, al menos no se sentía sola. Tumbada en su huerto, rodeada de sus plantas negras, conversaba con ellas, reía, cantaba, bailaba, ahora eran su familia.

Después de tanto sufrimiento que le había tocado vivir, como a muchos otros debido a la guerra, el resto de su vida fue pura felicidad. Rodeada de tranquilidad y silencios, de melancolía y sonrisas, de charlas infinitas, de amor incondicional.

Pasaron años y años, hasta llegar a la vejez. Cansada y con dolores por todo el cuerpo, sus movimientos estaban limitados. Había días que le era imposible levantarse de su lecho, y tumbada, soportando los sufribles pinchazos de su ancianidad, dejaba que el viento arrastrara los susurros de su huerto, que le hablaban, le cantaban y la arropaban con sonidos musicales que la hacían levitar.

Se levantó de la cama con esfuerzo, y se dejó caer sobre la hierba negra, Cerró sus ojos, cansados por el peso de la edad, y dejó que la oscuridad se cerniera sobre ella.
Allí, entre tanta oscuridad vegetal, decidió dar su último suspiro, para convertirse en parte de ese ecosistema rural, al que ella misma había dado vida, y al fin, formaría parte de él.
Murió como lo marca la naturaleza, en una vejez sana y pura. Murió porque la vida cedió el paso a la muerte, y no porque nadie decidiera arrebatársela. Murió leal a la naturaleza, a su huerto negro. Murió porque todos tenemos que morir, es ley de vida. Esquivando una guerra ausente a ella, una guerra que solo trajo sufrimiento y dolor, desconcierto y temor.
Ella murió libre, mientras que a muchos otros, les arrebataron su libertad.

23.6.20

Mi Persona Favorita

Existen dos tipos de conexión entre dos personas. Una, es la que se crea con el paso de los años, a base de vivencias y experiencias que reconfortan y endurecen la relación. Y la otra, la más inexplicable, es la que reside en el interior de ambas personalidades, siempre ha estado ahí, siempre ha existido, y requiere menos esfuerzo, pues fluye con normalidad, creando un vínculo especial entre ambas partes, imposible de explicar para mentes ajenas, pero tan sincero y puro, que incluso llega a poner en duda de su verdadera existencia.

Analicemos el segundo tipo de conexión, la que crea magia.

¿Sabéis  a lo que me refiero? Esa conexión tan fuerte, incapaz de romperse pase lo que pase, ésa que aunque la forma física se aleje de nosotros, la química queda anclada en nuestro ser, tanto, que forma parte de nuestro organismo, y que si algún día, por cuestiones alejadas a nuestra decisión, desaparece, queda un enorme vacío en nuestro corazón, imposible de rellenar jamás.
Esa conexión única, inigualable e inimitable, que sabes, sin saber, que ningún tipo de conectividad será tan sincera. Habrá algunas que casi lleguen, y otras que quizá la sobrepasen, pero ninguna podrá igualarla. Aquí entraríamos en los diferentes tipos de amor, sin embargo, no es eso lo que quiero reflejar, pues el amor está en un canal, y la conexión en otro, aunque a veces vayan ligados.

¿Habéis sentido esa unión con otra persona hasta el punto de parecer compartir las mentes? Saber, con un simple gesto, o mirada, lo que piensa, siente y padece, la otra persona. Estar alejados por kilómetros, y sin embargo, sentir en vuestro interior qué algo no va bien, que la otra persona está en peligro, o pasando un mal momento, y algo, se os mueve dentro con tanta potencia, que os incita a investigar si todo va bien. Le habláis, preguntáis, y de pronto, descubrís que estábais en lo cierto, que esa sensación de intranquilidad que os atormentaba, era verdadera, y que la otra persona os necesita. ¡Esa es la conexión a la que me refiero! La unión entre dos mentes, encerradas en cuerpos distintos, entrelazadas por el subconsciente, por una energía desconocida y no por ello ficticia, que abarca mucho más de lo que conocemos, y que por mucho que se intente buscar las palabras exactas para definirla...nunca se acierta del todo.

No controlas tu carácter, ni meditas tus palabras; no moldeas tus acciones, ni reprimes tus actos más locos; eres tú al 100%. Sientes la libertad de poder decir y hacer lo que te venga en gana sin ese miedo que, con otras personas, aparece por pensar que la estás cagando. No importa nada, porque sabes que no serás juzgado/a. La tranquilidad y comodidad se asientan, y prescindes de dar tantas explicaciones, no es necesario, pues la otra persona siempre te entenderá.
Dialogar cualquier tipo de tema, sin tabús, sin restricciones, sin censuras que limitan tu verdadera forma de ser.

Los momentos de risas se convierten en una prolongación de felicidad, que os envuelven como a un mismo alma, que solo vosotros dos podéis entender. Y las horas se transforman en minutos, y los días en horas, porque con esa persona todo se vuelve sencillo.

Cuando pasas por un mal momento, de esos que explicas pero nadie entiende, y te sientes solo/a, incomprendido/a, aparatado/a de la sociedad, de la vida, dispuesto a tirar la toalla, a dejar que el hoyo te sepulte en una eterna oscuridad. De pronto, viaja por tu mente esa maravillosa frase que tanto te reconforta: "Menganito/a me entenderá" y seguidamente, como por arte de magia, recopilas en tu mente todas las imágenes necesarias de esa persona, y tu estado de ánimo comienza a mejorar, porque la idea de poder compartir esas preocupaciones que tanto te atormentan con la única persona que te sientes libre, te dan las fuerzas necesarias para seguir adelante.

¿Almas gemelas? No, es mucho más que eso. Es el mismo alma partido en dos y colocada en cuerpos distintos. La distancia deja de ser un problema, no os hace falta, habéis traspasado la línea de la confianza, permitiendo que viváis en la mente de la persona, no como un inquilino, si no como un compañero/a de piso.

La sinceridad establece la norma principal, cada palabra que salga de sus labios se convertirá en una doctrina para ti, y confías ciegamente, dejándote caer hacia atrás con los ojos cerrados, no te preocupa caer, eso no ocurrirá, pues sus brazos agarran tu cuerpo sujetando tus inseguridades.
Os envuelve una energía tan poderosa que se hace palpable; tan real, que podéis verla y sentirla, y ni quiera os hace falta utilizar el tacto.
Un vínculo irrompible, la esencia de la pura verdad.

Estoy segura que cuanto más habéis avanzado en la lectura, más clara se ha vuelto la imagen de esa persona que os hace sentir así. En mi caso, he tardado años en percatarme de que esa persona era ella, desde el primer momento, pero mi mente no estaba preparada para asimilar algo así, hasta hace unos cuantos años, cuando la madurez, el tiempo y las experiencias vividas, te enseñan la pureza y el amor de una relación tan especial.

¿Nunca os habéis planteado de dónde proviene esa conexión tan fuerte? ¿Llevamos la misma sangre? ¿Fuimos inseparables en vidas anteriores? ¿El destino nos colocó en el mismo camino? Dudas, reflexiones y misterios que jamás te obsequiarán con una respuesta exacta. Para aquellos/as que se obsesionan con buscarle una explicación a todo, como yo, os aconsejo que indaguéis hasta encontrar lo que queréis hallar, no porque os vaya a solucionar la vida, o quizá sí, si no para poder llegar a la clave que os une de verdad.
Con todas la vueltas que le doy a la cabeza, he podido llegar a una conclusión, no sé si será verdadera o simplemente que mi cerebro ha llegado a rozar la locura, el caso es que he conseguido llegar a la clave, al punto de partida, y descubrir la razón de la existencia de esa conexión monumental que, a veces, me produce miedo.
Mi persona favorita y yo, disfrutamos de esa conectividad tan profunda por el simple hecho de haber vivido en el mismo útero. Ambas fuimos creadas con las mismas células, en el mismo lugar, y durante 9 meses los mismos órganos nos protegieron hasta estar preparadas para vivir.
Estar hablando con ella es como estar hablando conmigo misma, pero con una pizca de otro ingrediente qué es lo que la diferencia de mi. Los mismos pensamientos, los mismos miedos, el mal humor que a veces nos acecha, las risas extraordinarias que surgen sin motivo, los mismos sentimientos, recuerdos conjuntos que moldeamos con detalles. Si me falta algo, ella me lo aporta; si le falta algo, yo se lo aporto; compaginando nuestras emociones hasta llegar a la cima de la montaña.
Mi otra mitad, que rellena un vacío hecho exclusivamente para su alma.

Siempre dijimos: "Somos gemelas a destiempo" Ya que ella nació tres años más tarde.
Primero, unidas por el mismo cordón umbilical, y ahora, unidas por el cordón de la vida.
Mi tesoro más preciado, mi diamante en bruto, mi alma extendida y mi mayor apoyo. Nunca sabré que hubiese sido de mi vida sin ti, sin embargo, lo que si sé con certeza, es que gran parte de mi vida...ERES TÚ.

19.6.20

RELATO: Mis hijos por encima de todo

-Yo que tú, lo pensaba
-No sé...podría esperar un poco más, buscar por otro sitio...
-Llevas 3 meses sin ingresos, tus hijos tienen que comer. Os hace falta una estabilidad económica ¿A qué más piensas esperar? ¿A estar completamente en la calle? 
-Ya...pero lo que me ofreces...no es fácil de asimilar, nunca he pensando dedicarme a ello, no sé, necesito dinero pero...¿Tan desesperada estoy?
-Bueno mujer, tu sabrás. Es una opción como otra cualquiera, te sacaría de todas las deudas, y podrías empezar a vivir bien. No serás la primera ni la última que se mete en este mundo.
-¿Tú estás metida?
-Lo estuve

Ambas quedan calladas, absortas en sus pensamientos. Verónica, que en sus manos sujeta las fiambreras de comida que le ha proporcionado su amiga, medita sobre la proposición. En parte le parece una buena idea, se acabarían sus problemas, al menos durante un tiempo, siempre cabe la posibilidad de dejarlo cuando vea necesario. Sin embargo, no se siente cómoda, introducirse en ese mundo, es para ella, rendirse del todo, y aún guarda una esperanza en su corazón.
Vanesa, su amiga, la observa. Sus intenciones son buenas, solo quiere ayudarla. No le importa seguir rellenando tuppers para que puedan comer, si está en su mano, su amiga y su familia no pasarán hambre. Pero ¿Qué hay de las facturas que pagar? ¿Y la hipoteca? En breve vencerá el plazo y si no aportan la cantidad debida, los desahuciarán.
Se despiden con un abrazo.

Verónica llega a casa. Los niños juegan en su habitación, su marido, en pijama como todos los días desde que se quedó en paro, sujeta el mando de la televisión, apenas advierte la llegada de su mujer.
Abre la nevera e introduce las fiambreras. Una nevera austera de alimentos, parece recién comprada. Verónica se lamenta para sus adentros, no le gusta vivir de la caridad humana, tener que depender de otras personas para alimentar a sus hijos, no entraba en sus planes, pero a veces la vida te pone ese tipo de pruebas, y hay que adaptarse a las circunstancias.
Se sienta en la mesa de la cocina y revisa las cartas, casi todas del banco. Se niega a abrirlas, ya sabe lo que encontrará dentro. Apoya su mano en la frente y rompe a llorar, la situación comienza a ser insostenible.
Su hijo, el mayor, aparece por la puerta de la cocina.

-¿Cuando comemos mamá?

Ella se limpia las lágrimas de inmediato, y con una sonrisa forzada, intenta contestar con naturalidad.

-Ya sabes que hasta las cinco no estará la comida lista cariño.
-Pero hoy no hemos desayunado mamá, y tengo mucha hambre.
-¿Papá no os ha dado la leche? 
-No quedaba, dijo que cuando volvieses, podríamos almorzar.

Desde que descartaron la compra semanal y vivían de los alimentos que Vanesa les cocinaba, Verónica había planteado una nueva fórmula para administrar bien la comida. Ella y su marido no desayunaban, aportando un vaso de leche, a veces con galletas, a sus hijos. El almuerzo se realizaba a las cinco de la tarde, pues la cena solo la ejecutaban sus hijos. Así ella y su marido, realizando solo una comida al día, podían subsistir.
Desolada, mira con ternura a su hijo, que con prudencia, se acaricia la barriguita insinuando que tiene hambre.
Abre de nuevo la nevera, pensando que por arte de magia, aparecerá en su interior un cartón de leche. Su hijo, paciente, no pierde esa mirada de ilusión.
Verónica permanece situada frente a la nevera vacía, sin saber que responder a su hijo. Mira el reloj, son las dos de la tarde ¿Obligará a sus hijos a estar tres horas más sin poder llevarse nada al estómago? Ni hablar. Sus hijos no deben sufrir los males que han provocado sus padres, ellos no tienen la culpa de nada. Cierra el frigorífico, besa al pequeño y susurrando, más bien conteniendo el llanto, le dice que irá al mercado a por leche.
Al salir de casa, no puede contener más su ira, y se derrumba cayendo al suelo. ¿Cómo va a comprar leche? Ni tan siquiera tiene céntimos, de esos que no quiere nadie, en la cartera. Pero sus hijos siguen teniendo hambre.
En lugar de bajar las escaleras para ir al supermercado, las sube, y acaba llamando a la puerta de su vecina de arriba. Se muere de vergüenza, es la primera vez que va a mendigar algo para que sus hijos puedan comer. Nadie en su edificio sabe por lo que están pasando, quizá si lo contara, recibiría más ayuda. Las personas suelen ser solidarias cuando existen niños de por medio. No obstante, Verónica lo ha mantenido en secreto, no quiere que nadie sienta pena por ellos.
Llama al timbre, le abre Charo, una mujer mayor que vive sola con la que mantiene una relación exclusivamente vecinal, pero es a la única que se atreve a pedirle ayuda sin pasar por el mal trago de ser juzgada.

-¡Hola Verónica! ¿Qué te trae por aquí?
-Hola Charo. Mira es que estaba cocinando y me he dado cuenta que no me queda leche. Iría al supermercado, pero hija no puedo apagar el fuego, ni dejar a los niños solos, mi marido ha salido. ¿Te importa dejarme un litro de leche? Te prometo que en cuanto vaya al súper te lo devuelvo.
-¡No mujer! ¡Cómo me va a importar! Ahora mismo te lo traigo.

Verónica odia mentir, pero esta ocasión es diferente. ¿Podría contarle a Charo la verdad? ¡Claro que podría! Es el orgullo el que frena a su sinceridad. Quizá el miedo.
Charo aparece con una caja, en su interior, seis briks de leche.

-Toma mujer, no hace falta que me devuelvas nada. La compré por equivocación y se iba a echar a perder. 
-Muchas gracias Charo.
-¿Necesitas alguna otra cosa? 
-No, no. Con la leche voy servida, muchas gracias. Me voy que se me quema la comida.
-¡Espera! Me acabo de acordar que ayer compré unas galletas y unos cereales también por equivocación. Seguro que a tus niños les encanta. Voy por ellos y te los llevas también.

Sin saber con exactitud si su vecina decía la verdad, no se opuso. Cogió la bolsa, y sin decir nada, entre miradas se entendieron.
Al llegar a casa, lo primero que hizo fue llenar dos vasos de leche, con eso bastaría para calmar el hambre hasta la hora del almuerzo. Se los ofreció a sus hijos. Cuando se dispuso a guardar las galletas y los cereales que transportaba en la bolsa, observó que Charo había introducido más alimentos. Colacao, bollos, pan, arroz, aceite y embutido. Definitivamente su vecina se había dado cuenta de lo que ocurría en realidad. Se emocionó. A veces las personas te sorprenden y son sus actos lo que te enseñan una lección de la vida.

¿Cuánto tiempo más seguirían así? No podrían estar eternamente viviendo de la caridad humana. Daba vueltas y vueltas en su cama, sin poder dormir. Los pensamientos atormentaban su mente, agotándose cada vez más. Las palabras de su amiga Vanesa rondaban por sus pensamientos como una cortina de humo. Ni siquiera quería pensar en ello, sin embargo, en el fondo, sabía que tenía razón. Era eso o acabar en la calle, le quitarían a sus hijos, y tanto su marido como ella, acabarían siendo unos vagabundos olvidados por la sociedad. ¿Había luchado y trabajado durante toda su vida para acabar así? ¡Por supuesto que no! Habían llegado al límite. Estaban en el precipicio de la pobreza absoluta, o tomaban medidas, o tendrían que saltar, y entonces ya no habría vuelta atrás.
Boca arriba, con la mirada perdida en el techo, visualizaba la proposición de su amiga. Le repugnaba la idea, no se veía capaz de realizar aquello. En cierto modo era sencillo, solo debía desprenderse de sus escrúpulos y su aprensión, sabía que la primera vez sería duro, pero era cuestión de acostumbrarse.
En una balanza imaginaria, situó aquel trabajo escabroso, y al otro lado, su dignidad. Sin embargo, la balanza era sujetada por el hambre y la desolación de sus hijos.
Tomó una decisión.

Esperaba impaciente a su primer cliente. No podía creer lo que iba a hacer. Paseaba nerviosa de un lado a otro, asegurando que entre la multitud que la rodeaba no hubiese ninguna cara conocida.
Cada vez que el miedo se apoderaba de sus piernas, incitándolas a salir corriendo, la conciencia le estampaba la imagen de sus hijos, y era lo que la mantenía estática, lo único que la hacía aferrarse a esa absurda idea de conseguir dinero.
Un contacto de un contacto de otro contacto que conocía Vanesa, la habían llevado hasta allí. Estaba atemorizada. Por mucho que había intentando visualizar los hechos y aceptar lo que acabaría ocurriendo, era imposible dar nada por sentado. ¡Podría ocurrir de todo! Que llegara la policía, que le robaran, que la engañaran...Todo lo que pasaba por su mente era negativo. ¿Acaso su amiga le iba a recomendar algo que le hiciera daño? Pero Verónica se dejaba avasallar por las malas vibraciones. No era fácil, sin embargo, allí estaba.
Una mujer, que por su forma de vestir, aparentaba una edad que no era correspondida por las facciones envejecidas de su piel, le indico que pasara, su cliente la esperaba.
Llegó el momento. Sin creer en Dios, se persignó, y sus rezos se convirtieron en una tabla donde agarrarse si el navío se hundía.
La habitación, alumbrada con una lamparita de noche, presentaba una decoración ostentosa. El cliente, casi con el rostro enturbiado, la esperaba sentado en la cama. Ella no habló, se dirigió directamente hacia el lavabo, cumpliendo las indicaciones recomendadas con anterioridad. Los nervios acribillaban su inseguridad, sin embargo, se mantenía firme.
Se tumbó en la cama, y antes de comenzar a prostituirse por primera vez para sacar adelante a su familia, se dijo para sí en señal de ánimos:
-Mis hijos por encima de todo.

14.6.20

RELATO: Confieso, yo lo maté

Acaba de salir del bar, lo observo tras la farola, tampoco intento ocultarme mucho, va tan borracho que no sería capaz de verme aunque le gritara. Comienzo a seguirle.
La calle está desierta, apenas nos cruzamos con dos personas. Mi cabeza la he cubierto con la capucha de la sudadera, el calor me hace sudar, por un momento, pienso en quitármela, aparto la idea de mi mente, debo concentrarme en lo que voy a hacer.
Hemos llegado a su casa. Conozco donde vive, lo he perseguido durante semanas. Antes de que se cierre la puerta, corro para entrar en el portal. La luz está encendida, él ya se ha mentido en el ascensor. Subo las escaleras aprisa, debo llegar al tercero antes que la puerta del ascensor se abra, solo así, podré sorprenderlo.
Introduzco la mano en el bolsillo de la sudadera, y palpo el mango del cuchillo, me relaja sentirlo entre mis dedos. En pocos minutos acabará esta pesadilla y todo volverá a la normalidad, yo volveré a la normalidad, a mi vida de siempre, a mis amigos, a mi familia, y nada de esto habrá ocurrido jamás, quedará como un sucio recuerdo en el rincón de mis neuronas suicidas.
Tomo aire. Aún no ha llegado el ascensor. Miro a mi alrededor, busco un lugar oculto para esconderme, la sorpresa es mi mayor factor, solo así podré vencerle. Entre el ascensor y la escalera hay un hueco, no lo pienso, me meto ahí. El corazón parece salir del pecho, estoy apunto de cometer un crimen, sin saber si es la decisión correcta, sin embargo, sé que es la que necesito para poder seguir adelante.
Se abre la puerta, él sale dando tumbos, con dificultad para mantenerse en pie. Su simple silueta me da asco, me repugna el olor que desprende. No lo recordaba tan alto. La luz se apaga, se le caen las llaves. Es mi momento.
Me abalanzo sobre él, consigo tirarlo al suelo, el muy imbécil intenta quitarme de encima, con sus manazas sucias y grasientas me aparta la cara, me quita la capucha, es mucho más fuerte que yo, no puedo con él. Forcejeamos. Me ha agarrado las manos, no puedo sacar el cuchillo. Me bloqueo. Empiezo a pensar que todo esto ha sido una estúpida idea, nada saldrá como planeé y volverá a salirse con la suya.
En un instante, vienen a mi mente esas imágenes que me han estado torturando durante meses, y consecutivamente, no tarda en aparecer una furia incontrolable que me sube desde el estómago.
Esta es mi guerra y la pienso ganar.
Le atizo una fuerte patada en los huevos, y el dolor lo inmovilizada. ¡Ahora!
Con una rapidez improvista, agarro el cuchillo y lo saco del bolsillo. Lo apuñalo en el costado, se retuerce, lo saco, vuelvo a introducirlo un poco más abajo, grita. Lo acuchillo como si de un cerdo se tratara, una y otra vez; en los costados, en el pecho, me siento insaciable, no puedo parar. Grita, pide auxilio, nadie puede oírle. Sigo enseñándome con su cuerpo, deseo desangrarlo y darle el san martín que se merece.
Noto cómo su sangre embadurna mis manos, huelo el miedo en su cuerpo, y eso, me hace disfrutar, me hace sentir un placer inigualable. Ha cesado el grito, su cuerpo se estremece bajo mi peso. Me incorporo lentamente. Enciendo la luz, así podrá verme la cara.
Me mira a los ojos, sonrío. El pánico en su rostro me hace más fuerte, no hay marcha atrás, su suerte está en mis manos, hoy perderá la partida.
Vuelvo a colocarme sobre él, lo agarro fuertemente del pelo y lo obligo a mirarme a la cara, deseando que la recuerde para toda la eternidad, allá donde vaya a ir, espero que al infierno.
Mis labios están sellados, dejo a mi ira hablar por mi. Sé que él, lo lee en mi mirada; sé que sabe por qué estoy ahí; sabe porque voy a matarlo. Le coloco el cuchillo en el cuello, me suplica por su vida intentando inculcar algún tipo de remordimiento en mí, es tarde para ello. Con un movimiento suave, deslizo la hoja del cuchillo sobre la superficie de su garganta, veo cómo la sangre se abre paso en la brecha. Una imagen deliciosa para mis sentidos.
Me pongo de pie. Observo como se desangra lentamente, sin prisa, como si estuviese disfrutando el momento, aunque soy yo la única que disfruta. Sonrío nuevamente.
Ahora, solo tengo delante un trozo de carne sin vida, porquería sin etiquetar.
La luz se apaga de nuevo. Me quedo inmóvil, rodeada del silencio de la muerte, me abraza la venganza. Al trasluz de la penumbra me parece ver a la parca, me mira y se compadece de mí, pero resulta ser mi propia sombra que viene a sacarme de allí.
Se acabó, no volverás a violar.

Mi nombre es Cristina. Hace 10 meses fui violada por el despojo que yace en el suelo.

Recuerdo que ese viernes no me apetecía salir, la insistencia de mis amigas, finalmente, me hizo aceptar la petición. No me arreglé mucho, unos vaqueros sencillos y la blusa que me regaló mamá. Ni siquiera me puse tacones, tampoco me maquillé. Solo iba a dar una vuelta para callar a las pesadas de mis amigas, cuánto antes saliese de casa..antes llegaría.
Fuimos al garito de siempre, con la gente de siempre, ni siquiera bailé.  Era uno de esos días que me apetecía tanto quedarme en casa, que me pasé todo el tiempo preguntándome qué hacía allí. Pasadas unas horas, me despedí y me largué a casa.
Eran poco más de las 12, las calles estaban repletas de gente, incluso me crucé con varios conocidos a los que saludé distraídamente. Mi único pensamiento era llegar a casa, encerrarme en mi cuarto y poner una peli. Triste que solo se quedara en eso, un pensamiento.
Cuántas veces he pensado, después de lo ocurrido, por qué no llamaría un taxi; por qué no me quedé con mis amigas; por qué no pedí a nadie que me acompañara a casa. Supongo que nunca pasó por mi cabeza la desgracia que estaba a punto de ocurrirme.
Crucé la calle, aprovechando que el semáforo estaba en verde, al girar la esquina, sentí una presencia, como si alguien me siguiese. Miré hacia atrás, no vi nada. El miedo comenzaba a acecharme y aligeré el paso. En 5 minutos estaría en casa y el mal rato habría cesado. Esto fue lo último que pensé, cuando, de repente, un fuerte apretón en el brazo me hizo parar en seco. Sin mirar quién era, intenté zafarme de aquellas garras, me agarraba con fuerza y con el forcejeo, caí al suelo. Se tiró sobre mí. Su aliento, una mezcla entre whisky y putrefacción, golpeaba mi cara. Era como si se estuviese descomponiendo lentamente.
Intenté gritar, me tapó la boca. Sin rendirme le mordí, dejándome un sabor agrio en los labios, acto seguido, me dió un tortazo. Recuerdo que la cabeza me retumbaba y los sentidos parecían distorsionados. Movía mis piernas severamente para intentar liberarme de ese cuerpo pesado, era imposible, pesaba bastante más que yo y poseía una fuerza descomunal. Me pegó una vez más, en esta ocasión un puñetazo, y todo se volvió negro.
Ahora, agradezco esa oscuridad, pues el momento más denigrante y doloroso, no quedó aparcado en mi cerebro.
Desperté en mitad de la calle, entre un coche y un bidón de basura. Todo me daba vueltas y la confusión limitaba mis movimientos. Recuerdo el silencio aterrador.
Aturdida, intenté incorporarme, pero un dolor atroz, me hizo quedarme en el sitio. Busqué a mi alrededor, con la esperanza de que alguien pudiese ayudarme. La calle era un desierto sin arena.
Palpé mi cuerpo con delicadeza para descubrir de dónde provenía tan inmenso dolor. Los brazos; el abdomen; la cara. Todo parecía en orden, hasta llegar a mis partes. Ardían como si tuviese una antorcha recién encendida, repleta de gasolina.
Sin más, empecé a llorar. Un llanto agudo, como si de un gato se tratase. Lloraba de rabia, de dolor, lloraba de miedo. Lloraba porque pensaba que era lo único que sabía hacer.
Al cabo de un buen rato, tumbada en aquel lugar imborrable en mi memoria, apareció una pareja de chicos, venían riendo y cantando, casi pasan de largo sin verme, pensando que era basura. No iban mal encaminados, así me sentía, basura podrida y desechada.
Alcé la voz. Se asustaron. Comprobaron que tan solo era un chiquilla tirada en medio de la calle. Me llevaron al hospital, desde donde llamé a mis padres.
Mis padres, desolados por lo ocurrido, morían en vida, y yo, avergonzada, no podía mirarlos a la cara, por alguna razón, me sentía la culpable de todo aquello.
Llegó la policía. Con un enorme esfuerzo y apartando la ignominia que me acechaba, tuve que hacer de tripas corazón y contar lo ocurrido. Me hicieron mil preguntas, a las que respondí con inseguridad. El deshonor marcaba mi ritmo cardíaco y mi inocencia gritaba escondida.

Por las noches, despertaba entre sudores fríos, gritando hasta quedarme sin voz, y al abrir los ojos, lo veía en mi habitación, a los pies de la cama, esperando para volver a violarme.
Mi peso bajaba descaradamente, mi estómago no aceptaba ningún tipo de alimento, todo lo que ingería me hacía vomitar. El sueño me abandonó por completo, fugándose con mi vanidosa mocedad. Mi habitación se convirtió en el refugio más preciado, un fuerte, construído a pruebas de sacrilegios inmortales.

Se celebró un juicio, donde volvimos a encontrarnos. Las piernas me temblaban como si no perteneciesen a mi cuerpo. El temor que navegaba por mis venas, hizo que me orinase encima.
Finalmente, la sentencia fue una multa considerablemente alta, que le susodicho pagó sin dificultad, obteniendo una libertad poco merecida, pues él seguiría teniendo una vida plena, mientras que a mí, me lo habían arrebatado todo. Mi candor, mi virginal prudencia, mis ganas de vivir, mi esperanza, y lo que más anhelo: mi persona.

Encerrada, subyugada por el pánico a volverlo a ver, mi vida se limitaba a cuatro paredes, dónde me retorcía de sufrimiento y el coraje sentenciaba mi destino. Una injusticia imperdonable se había cometido con mi caso, ese mal nacido, andaba por ahí, a sus anchas, como si no hubiese ocurrido nada, y por el contrario, yo, ahí me encontraba, aislada de un mundo que no estaba hecho para mí.
Pasaban los días, y la rabia, alimentaba cada centímetro de mis células. Confiar en la justicia no había servido de nada. Aprendí que el dinero tapona a la humanidad y que los valores se desvanecen mediante palabrería económica.
Fue entonces cuando decidí actuar por mis propios métodos.
Tan solo tenía 16 años, pero la maldad no decide en que mente desea echar sus raíces, y tras un trauma espacioso, los pensamientos y las decisiones, se vuelven inconexas.
La negatividad ahondaba en mi corazón, convirtiendo cualquier pizca de bondad en martirios perspicaces. Encontré una solución. O lo mataba a él, o moría yo.
Sí, mis pensamientos llegaron a ser tan negros y fúnebres, que habían desaparecido las demás salidas.
Lo maté, mentiría si dijese que no disfruté al hacerlo.

Actualmente, soy juzgada, mi juicio tendrá lugar en 3 días. Sinceramente, ni me importa, ni me perturba lo que me pueda ocurrir, pues ya he estado en las puertas del Hades, nada puede ser comparado con aquel sufrimiento. Nada.
Quizá vaya a la cárcel, mas no me afecta, pues mis actos hicieron justicia y confieso que lo volvería hacer, en cuantas vidas me tocase vivir.
Cuando vinieron a interrogarme sobre el asesinato, no negué nada. Es curioso, me sentí avergonzada cuando fui violada, no obstante, me he sentido orgullosa al cometer un asesinato, incongruencias de la vida.

Pasé de ser una chiquilla cuya preocupación era aprobar exámenes, a convertirme en una mujer déspota y sanguinaria, carente de sentimientos.
Mis padres, mis amigos y familiares, incapaces de comprender mis actos, se aferran a dictar mi destino, utilizando palabras convencidas que me revuelven el alma: "¿No te das cuenta que has arruinado tu vida?" Repiten una vez tras otra.
Lo que no saben, lo que no entienden y lo que nunca serán capaces de sentir, es que mi vida se arruinó aquella noche que debí quedarme en casa, aquella noche que fui asaltada sin ningún motivo, solo los asquerosos deseos de un violador. Aquella noche que actuaron en contra de mi voluntad, que me forzaron y me anularon como persona. Aquella noche en la que me obligaron a abandonar mi inocencia para convertirme en una asesina.

12.6.20

RELATO: Salvavidas

Dejándome llevar por el balanceo de la barca, absorta en mis pensamientos, intentaba recordar cómo era mi vida antes de llegar aquí. Sé con certeza que era feliz. Poseía todo cuanto una niña de 8 años puede desear: familia, amigos, un parque donde pasar las tardes, juguetes que me distraían en mis horas de soledad...Y ahora, lo único que me quedaba de todo aquello, era un dudoso recuerdo, un amargo deseo de cerrar los ojos y volver, una angustia incesante que tapona mi esperanza.

Mamá me abraza para protegerme del frío, casi no recuerdo la última vez que comí, mi estómago ruge para despertar a mi memoria. Sin que ella me vea, la observo por debajo de su barbilla, la veo triste, cansada, con la mirada perdida hacia el gran manto azul por el que nos deslizamos cautelosamente.
Todos estamos callados, dejando que sea la brisa marina quien nos susurre para mantener la calma. La barca es muy pequeña, aún así, pudimos entrar los 15 que conseguimos cruzar el país. Ahora somos 13. Mi hermano pequeño murió hace dos días, unos dijeron de hambre, otros de frío, yo creo que simplemente murió por miedo. Mi madre lo sostenía en brazos cuando se dió cuenta que ya no respiraba, los gritos de auxilio retumbaban en el ancho océano, ella lo golpeaba una y otra vez, mientras chillaba su nombre, pero mi hermano ya no estaba con nosotros. Al estar navegando en medio de la nada, no podíamos cargar con el pequeño cuerpo, pues según explicó uno de los hombres que nos acompañan, empezaría a oler en poco tiempo, y traería enfermedades. Mi madre lo envolvió en la única manta que teníamos, y casi obligada, lo echó al mar. La última imagen que tengo de él, formando parte de un ecosistema cruel, engullido por aguas saladas.
El primero en morir fue un anciano, hace ya una semana. Apenas llevábamos horas en la barca, el pobre hombre venía herido y se ve que tanta pérdida de sangre le causó la muerte. Nadie lloró por él, sólo subió a la barca, y sólo se marchó.

Abrazo a mamá para que no se sienta sola, ella ni si quiera me mira. Sus labios están secos, su piel, que siempre ha sido oscura, comienza a tener un color amarillento; sus ojos cansados, no han dejado de llorar desde que mi hermano se fue. Reprimo mi llanto, es todo tan cruel y triste, que a veces pienso si no es mejor morir.

El sol ha amanecido radiante, espléndido, ignorante de nuestro calvario, ajeno a la guerra de la que intentamos escapar. Lo miro fijamente, me da igual quemarme las retinas, casi lo agradecería, para no volver a ver toda la maldad que el ser humano es capaz de provocar.
Salgo de los brazos de mamá, con cuidado, le apoyo la cabeza en el borde de la barquita, con suerte podrá descansar. No tengo mucho espacio para moverme, ando con cuidado de no pisar a nadie, casi todos siguen descansando, menos Aanisa, su sueño es escaso. Me ha visto levantarme y dirigirme a ella, me hace un hueco a su lado, nos abrazamos.
Aanisa era mi vecina, la encontramos desmayada en su casa cuando nos disponíamos a salir. Con los primeros bombardeos, la ciudad, se convirtió en un infierno real. Los soldados, entraban en las casas, robaban, violaban y mataban. Por suerte a Aanisa solo la violaron. Papá, que aún seguía con nosotros, la cogió en brazos, cargó con ella casi todo el camino, hasta que pudo valerse por sí misma. A los pocos pasos de Aanisa, comenzaron a disparar, todos corrimos y pudimos salir con vida, todos menos papá. Aanisa cogió mi mano y huímos rápidamente. Una noche entera estuvimos las dos solas, escondidas, hasta encontrar a mamá y el hermano, que ya estaban integrados con el grupo que viajamos ahora.
Desde entonces, Aanisa se ha convertido en mi hermana mayor.

Acaricio su piel, aún magullada, ella, me besa la frente y me dice: "Todo va a salir bien, pequeña" Me gustaría creerla...

Navegamos sin rumbo alguno, dejándonos llevar por la corriente, deseando que nos aleje de la costa de Siria, sin importar a dónde nos lleve, cualquier lugar será mejor que del que venimos.
Cuando lo has perdido todo, absolutamente todo, incluso la dignidad, solo esperas algo mejor, ya solo puede venir algo mejor, o eso, o moriremos todos, y no me equivoco al pensar que la muerte es lo mejor que nos podría pasar.

Una mujer, poco más mayor que mi madre, destapa una cesta colocada en sus pies, ha llegado la hora de desayunar. La comida, escasa desde que salimos, la repartimos a partes iguales, y es en estos momentos, donde aprecias la bondad de las personas, la solidaridad nos protege a todos. Ésta mujer ha sido la única que ha podido salvar la mísera comida que nos abastece, y ella es la encargada de repartir las porciones. Para alargar el alimento, acordamos hacer una comida al día, el desayuno. Reparte un poco de pan, húmedo y podrido; y queso, apenas da para saborearlo, pero ayuda a bajar el asqueroso pan. Comemos lentamente, masticando despacio, alargando con penurias un alimento casi inexistente. Luego, volvemos cada uno a nuestros pensamientos, deseando que un nuevo sol nos alimente.
El agua, tampoco sobra, y esto resulta más complicado, jamás pensé que la sed fuese más tortura que el hambre, pues cuando vivíamos en tiempos de paz, apenas bebía agua. La misma señora nos proporciona gotitas de agua, calma el escozor de garganta durante unos segundos, luego, es como si no hubiésemos bebido nada, la boca se seca, araña al tragar, quema, una sensación que solo se puede explicar viviéndola.

No le quito ojo a mamá, sufro mucho por ella, en cuestión de días ha perdido a la mitad de su familia ¿Cómo una persona, que lo tenía todo, puede superar algo así? Creo que mamá no lo superará nunca.
Yo, por el contrario, no me siento tan afectada, no porque no quisiera a papá y al hermano, lo amaba tanto como mamá, es el miedo y la inseguridad lo que me frena para echarlos de menos.
Es todo tan irreal que me parece estar soñando, guardo la esperanza de despertar de un momento a otro, en mi cama de siempre, en mi habitación de siempre, y que todo esto quede en una horrible pesadilla. Quizá, sea esa la razón por la que no pienso en papá y el hermano, una parte de mi, piensa que al despertar, los volveré a ver.

La noche vuelve a caer sobre nuestras cabezas, las estrellas han huído, dando paso a la oscuridad autoritaria. El frío se introduce en mis frágiles huesos, cala hondamente, desintegrando cualquier fortaleza que anide en mi. He vuelto junto a mamá, ni siquiera se ha dado cuenta. Cierro los ojos para volver al mundo real, los sueños.
Un fuerte balanceo de la barca me despierta. Aturdida, aún por el sueño profundo, escucho gritos enturbiados, chapoteos en el agua. Todo sigue oscuro y apenas veo nada. Busco a mamá, no está a mi lado, en la barca solo me encuentro yo, y cuatro siluetas a las que no distingo. Disparos cercanos me ponen alerta, no sé qué está ocurriendo, la sombría noche confunde mis sentidos, no sé dónde estoy, ni qué debo hacer, las respuestas pasan de largo sin rozarme y entro en ataque de pánico.
Sonidos estridentes provocan fogonazos de luz, el miedo se enquista en mi corazón, paralizando mi sentido común. Grito, grito hasta dejarme la garganta, nadie responde a mis plegarias. Todos están ajetreados, nerviosos, intentando escapar de una incógnita armada.
La desesperación me hace romper a llorar, necesito despertar de esta interminable pesadilla, necesito que alguien me ayude. Grito y grito, hasta quedarme sin cuerdas vocales.
Una voz conocida, muy lejana, me dice que salte. Lo repite una y otra vez, yo, paralizada por el terror, no puedo saltar. La voz sigue "¡Salta, salta o te matarán!" 
No puedo, la barca se mueve bruscamente, me agarro a ella como si formara parte de mi, me hago daño en las uñas, pero no me suelto, de fondo, la voz sigue hablándome, más cercana a mis oídos. Fogonazos salteados pasan por encima de mi cabeza, unos hombres corpulentos y armados, suben a la barca, sus siluetas se ven tan marcadas, que me parece que alguien los ha dibujado allí.
Una mano me agarra el brazo, tira de mi, pero sigo anclada a la barca. La mano jala aún más fuerte, hasta que consigue tirarme al agua.
No veo nada, me ahogo, apenas se nadar y el tumulto que me rodea, me prohíbe salir a flote. Muevo las piernas y los pies para no hundirme, algunos se apoyan en mi cabeza, impulsando mi cuerpo hacia el fondo. No puedo más. No quiero seguir. Ceso en el movimiento de piernas, me abandono a mi destino, y siento, como lentamente, me voy hundiendo a un lugar sin salida. De repente, todo queda en silencio, y un frío helado envuelve mi cuerpo. Ya está. Llegó mi fin. Papá, hermanito, pronto estaremos juntos.
El pelo me tira fuerte hacia arriba, abro los ojos bajo el agua, sigo sin ver nada, el dolor es insoportable, con mis manos, intento deshacerme de lo que provoca tanto dolor. No me da tiempo, al instante, salgo a la superficie y arranco una bocanada de aire que me devuelve a la vida. Un brazo me rodea por debajo de mi pecho, alguien impulsa con sus piernas, y nos aleja de toda la acción. Vuelvo a cerrar los ojos, me dejo arrastrar.

Los primeros rayos del alba, me permiten ver lo que la noche me arrebató. Muerte. A lo lejos, la barquita pertenece al fuego, y a su alrededor, nuestros compañeros de viaje, inertes, boca abajo, flotando sin dirección, como nuestras esperanzas.
A mis espaldas se encuentra Aanisa, que me sujeta por el pecho y nada suavemente, alejándose cada vez más de aquella masacre.
No sabemos exactamente qué ha pasado, todo fue muy rápido, intenta explicarme ella procurando no tragar agua.
Un pedazo, de lo que hace pocas horas, era nuestro hogar, flota junto a nosotras. Aanisa me engancha como puede al trozo de madera, ella se coloca frente a mí. Extasiada por el esfuerzo, recobra el aliento. Me sonríe forzosamente, me dice que estamos a salvo, que todo irá bien, acto seguido, apoya la cabeza en lo que nos queda de barca, y el silencio nos arropa a las dos.

He perdido la cuenta de los días que llevamos flotando en este trocito de barca, sin comida, sin bebida, sumergidas  de cuerpo entero en el mar, sin apenas fuerzas para seguir agarradas. No hablamos, tampoco nos atrevemos a mirarnos, asustadas y derrotadas, solo deseamos una muerte rápida. El espesor de mi mente, me hace tener alucinaciones, hablo y río como si estuviese en una fiesta de cumpleaños, Aanisa me da pequeños golpes en la mano para devolverme a la realidad. A veces funciona, otras no.
No saldremos de esta, moriremos a la deriva de un océano cualquiera, sin que nadie nos eche de menos, sin que nadie pueda llorar. Me reconforta saber que no moriré sola,  mi alma se unirá con la de Aanisa, y emprenderemos un nuevo viaje juntas hacia la eternidad.

El agua comienza a vibrar, me asusto, puede que los monstruos que nos atacaron, nos hayan encontrado. Tengo ganas de hundirme para que no me vean, no me quedan fuerzas, si me suelto será para rendirme, y no volveré a subir. Como no puedo pronunciar palabra, pues mi boca se ha sellado por la sequedad, golpeo el brazo de Aanisa, que tarda en reaccionar. Levanta la cabeza y me mira. También siente la vibración del agua, sin embargo, no se asusta. Creo que se ha rendido.
Miro hacia atrás, no veo nada; hacia un lado, sigo sin ver nada; hacia el otro. La adrenalina explota en mi estómago, un gran barco, con la bandera española, se acerca. ¡Estamos salvadas!
Con un megáfono, nos llaman, ninguna de nosotras puede alzar la voz para contestar, la debilidad se ha adueñado de nuestro ser. Vuelven a llamar con insistencia. Abro la boca con intención de pronunciar algo, aunque sea un extraño sonido. Imposible. ¡No puedo abandonar ahora! Si no les hago una señal, es probable que pasen de largo, pensando que estamos muertas. ¡No lo permitiré!
Mis músculos están entumecidos, del cuello para abajo, es como si no tuviese cuerpo, aún así, reuno la mínima fuerza que me queda, y con todo el valor, que ésta guerra me ha enseñado, levanto el brazo izquierdo. Seguidamente, oigo como los tripulantes del barco se ponen en marcha para ayudarnos. Los escucho dar órdenes, moverse de un lado a otro, discutir, aplaudir...Estoy tan confusa, que temo estar alucinando de nuevo.
Nos arrojan una cuerda con un salvavidas al final, hago el amago de alcanzarlo, me cuesta. Vuelven a lanzarlo. No sirve para nada. Aanisa y yo no podemos movernos.
Cuando ya pienso que nos van a dejar allí, abandonadas a nuestra suerte, unos brazos fuertes me agarran y tiran de mi, abro los ojos y me veo volar sobre el mar verdoso, me han salido alas. Aanisa sigue agarrada a la tabla pero no mira.
Me sueltan en el suelo del barco, me rodean infinidad de personas que rápidamente me arropan con mantas, me traen agua, me abrazan y besan. Siento como si para ellos fuese un regalo, no obstante, el regalo me lo han proporcionado ellos. El regalo de una oportunidad. El regalo de una nueva vida.

11.6.20

RELATO: Como un cuadro de Monet

La pistola con la que me apuntaban la cabeza, la sujetaba el líder de todos. No dejaba de pensar qué diablos hacía yo allí, rodeada de mafiosos, a expensas de una muerte sin sentido, obligada a estar de rodillas, mientras los agresores decidían que hacer con mi vida.
Miré a Milo en busca de alguna respuesta, después de todo él había sido el culpable de mi situación. Milo mantenía la mirada firme, dura, juzgando con sus ojos a los que lo rodeaban armados. Entonces, me di cuenta que estaba ajena a todo aquello, que no le importaba a ninguno de los que en la sala se encontraban, que mi vida, tan preciada para mi, era un mísero papel de fumar al que convertirían en basura, y luego, arrojarían en cualquier calle.
Pisaba Italia por primera vez, nunca me lo hubiese imaginado así, y pensar que hace unos días me emocionó la idea de viajar tan lejos, maldito el momento en el que decidí aceptar a Milo como pasajero, maldita mis ganas de sentirme emprendedora, y maldito el minuto que me aventuré a entrar en su habitación.

La noche caía sobre el hotel, y solo rezaba, sin creer en dios, que algún servicio de habitaciones llamara a la puerta, que alguien tuviese conciencia de lo que pasaba en aquella habitación. No sé si por estar mis rezos carentes de fe, no surgieron efecto, la cuestión es que ni un alma llamó a la puerta. Nuestros destinos estaban condenados a salir en los telediarios como muertes inesperadas. Mi madre no salía de mi cabeza ¿Por qué no le haría caso?

Quizá lo más adecuado sería empezar por el principio, por la funesta decisión que me llevó a tan tremenda aventura.

La mayor parte de mi vida la pasé trabajando para otros, cualquier trabajo que me diera dinero: cuidando niños o perros; limpiando hogares; hostelería; clases particulares; oficinas; supermercados...una amplia gama de trabajos en mi currículum. Sí, me abrían puertas, pero también trastornaban mi personalidad. Estaba segura que no había nacido para recibir órdenes, así que decidí hacerme autónoma.
Desde pequeña me encantó viajar, me apasionaba trasladarme de un sitio a otro y embriagarme de nuevas culturas. En cuanto cumplí los 18 años, me saqué el carnet de conducir, me compré un coche y ¡A viajar!. La época más feliz de mi vida.
Una aplicación muy conocida entre las masas, ésa que facilita viajar compartiendo vehículo con desconocidos, me aportó una magnífica idea. Ofrecería mi auto para llevar a personas a cualquier lugar de Europa. Espera, lo puedo explicar mejor, no quiero que pienses que mi trabajo es similiar al de un taxista.
Con unas tarifas, acordadas y firmadas siempre por el cliente, mi cometido, era básicamente, trasladar a la persona donde me pidiera, durante el periodo que necesitara. Para que me entiendas, un chófer pero más accesible.
La idea era buena, y si lo planificaba bien, ganaría dinero de la forma que más me apasionaba, viajando.
El cliente, procurando que fuese solo uno, para prevenir emboscadas y sobresaltos, pagaba la gasolina, el trayecto (con una tarifa fija para cada destino) y, si la duración del viaje se prolongaba a varios días, la estancia en un hotel, hostal o donde el cliente conviniera adecuado, siempre y cuando no fuera en mi propio coche.
Hice una Web, no muy profesional, la verdad, pero que sirvió para mis comienzos como autónoma.
Tengo que confesar, que al principio, la decepción fue monumental, me engañaron, robaron y plantaron, aún así, no me rendí, sabía cual era mi objetivo, y el hecho de que las primeras veces no saliese como esperaba, no podía permitirme abandonar, además, ¿Quién dijo que los principios fueran fáciles?
El planteamiento de mi peculiar ingenio gustó a una selecta población, personas de dinero comúnmente, que preferían ser conducidos a conducir.

Milo apareció en la oficina como un manantial en un desierto, oportuno y casi pareciendo una alucinación. Moreno, alto, con una constitución deseable, una sonrisa capaz de pagar hasta la factura más escandalosa, y unos ojos que perturbaron mi inocencia.
Al plantearme su caso, de una forma correcta y clara, dudé en aceptar. Solicitaba un viaje de una semana, a Italia, sus motivos correspondían a negocios, según me explicó en el momento, luego, comprobé la falsedad de sus palabras. Ni siquiera preguntó el precio, estaba decidido a contratar mis servicios. Finalmente, y sin pensarlo demasiado, acepté. Concretamos los detalles y acordamos salir a la siguiente semana.

Milo entró directamente a la parte trasera del coche, lo cual me sorprendió, pues lo había tomado como una persona dicharachera y charlatana, y no como el hombre frío que se mantuvo silencioso y observador. El trayecto se me antojaba aburrido, sumidos ambos en un silencio glacial, cortado de vez en cuando por el sonido del móvil de mi cliente. Milo no quiso poner música. Con los ojos centrados exclusivamente en la carretera, advertía la silueta imponente de mi pasajero, por el espejo retrovisor. Era un hombre impecable, con su barba recortada al estilo siciliano, su traje impoluto que marcaba sus músculos de forma distraída, y sus labios, sellados, tan recalcados y apetecibles, parecían estar perfilados como los de una mujer.

Hicimos la primera parada para desayunar, aún no habíamos salido de España. Encontramos una venta de carretera, que a pesar del cartel mugriento que presentaba, nos ofreció un desayuno muy completo. Milo seguía sin pronunciar palabra.
Justo cuando me disponía a subir al coche, me agarró del brazo, me asustó. Al mirarnos, intuí en su ojos un ápice de dulzura que hizo revolotear la tostada en mi estómago. Sin hablar, pues ya empezaba a pensar que lo tenía prohibido, me fue arrastrando con delicadeza a la parte trasera de la venta. No llegaba a comprender cuáles eran sus intenciones, sin embargo, la curiosidad, calmaba mi desconfianza, y me dejé llevar como la espuma mecida por una marea alta.
¡Un recoveco del paraíso!
Sentados, en silencio para no variar, en una especie de banco que allí escondido se encontraba, nos deleitamos con el paisaje más colorido que mis ojos hayan podido apreciar jamás. Un juego de colores fríos bañaban el cielo, y a sus pies, montañas contrastaban con marrones y beiges. Era como estar dentro de un cuadro de Monet. Una suave brisa mañanera mecía mi cabello, haciéndolo bailar al compás del canto de los pajarillos que, en la lejanía, nos observaban con intriga. Milo encendió un cigarro, y allí aguardamos, hasta que con el tacón de su bota, lo apagó.

Su misteriosa forma de actuar, despertaba en mí una sensación extraña. Deseaba conocerlo, saber algo más de él, averiguar sus gustos e inquietudes, entablar una amistad, sin embargo, su reservado carácter, azoraba mi ser. Era como ese tipo de personas, que sabes que esconden algo, pero eres incapaz de averiguar qué puede ser.
El viaje seguía sumido en el silencio.

Atardecía pausadamente. El sol, el cual observaba en total plenitud a través de la luna del coche, se despedía de nosotros con picardía, regalando a nuestro sentido de la vista, una gama de colores cálidos.
Pasamos la noche en un hostal, sin contratiempos. Milo en una habitación, y yo en otra. Ilusa, me pasé las horas fantaseando con que Milo llamaría a mi puerta.

Los días posteriores, igual de mudos, bordeamos la costa francesa. El viaje resultaba a esas alturas, demasiado pesado y aburrido.
Al fin, la deseada Italia. Pocos kilómetros faltaban para nuestro destino, y no sabría decir, quien de los dos deseaba llegar lo antes posible, ¿A quién quiero engañar? Indudablemente yo.
Nos instalamos en San Remo, en una casita propiedad de mi cliente.
Me dispuse a visitar la ciudad. Era todo tan mágico, tan emblemático, que mis sentidos se enamoraron de cada mota de polvo que constituía la ciudad.
Agotada, después de un largo día como turista, me derrumbé en la cama, ansiosa de planear mi siguiente visita. Dos toques secos en la puerta, irrumpieron mis pensamientos turísticos. Entró Milo.

-Siento molestarte. Era para comunicarte que he adelantado la salida para mañana, espero no estropearte ningún plan, pero me ha surgido en un imprevisto.

Y sin esperar una respuesta, se marchó.

Sin darme cuenta, llegamos a Trento. Mi aventura se truncaba.
Sin venir a cuento, la actitud de Milo cambió radicalmente. Pasó de ser un hombre cauto y silencioso, a ser un hablador empedernido. Tantas palabras salían de su deseable boca, que me provocó dolor de cabeza.
Reservó dos habitaciones, suites, en el hotel Aquila D'Oro. Espectacular.
Mientras me daba la llave de la habitación, nuestras miradas se cruzaron inesperadamente, me agarró la mano, y sentí como todo mi cuerpo se paralizó, como si Medusa me hubiese convertido en piedra.
Susurrando, me dijo:

-No hagas planes, hoy cenas conmigo

Y repetidamente, se marchó sin esperar respuesta. Me cabreé. ¿Quién se pensaba ese hombre que era yo? Quizá confundía los términos chófer y scort. ¿Y si me hubiese negado? Mi función era llevarle donde pidiese, no hacer todo lo que desease. "Típico rico que se piensa que todos los demás estamos para satisfacer sus deseos, pues conmigo se equivoca, ahora mismo voy a ir a su habitación, para que reciba la negativa más grande que jamás le darán en su vida"  Esto fue lo que pensé en mi momento de rabia, evidentemente no pasó. A día de hoy, me sigo arrepintiendo de no haber dejado actuar a mi furia.

La velada no pudo ser más perfecta. El hotel disponía de un amplio restaurante, elegante, íntimo y con manjares, que dudo, volveré a probar. Milo estaba encantador, me agasajaba con piropos, se interesaba por mis gustos, sonreía perennemente. Su amabilidad, un tanto sospechosa, creaba un ambiente acogedor entre los dos, incluso llegué a pensar que la cosa podría ir a más, quizá era el hombre de mi vida.
Repito, ilusa.
La cena, entre risas y alguna que otra lección de italiano, llegaba a su fin. Cuando pensaba que mi noche había finalizado, Milo me propuso ir a bailar, teniendo en cuenta mi opinión ésta vez. El hotel también contaba con un amplio salón de baile, donde esa noche, tocaba una orquesta divina. Bailamos hasta que mis pies se rindieron. Tomamos un par de copas, que me soltaron la lengua, e incluso creo recordar, que llegué a intimidarlo, con todas las veces que le dije lo guapo que estaba, y que probablemente, era el hombre de mi vida.
Bueno, todos sabemos a lo que nos puede llevar el alcohol, no creo que sea la única que mete la pata.
Las dos de la madrugada marcaba el reloj de mi muñeca, cuando Milo, me acompañó a la habitación. Tuve la intención de invitarlo a pasar, pero Milo, adelantándose a mis palabras, colocó su dedo índice en mis labios, sin dejar de mirarme a los ojos, deslizó su mano por mi cintura, aproximando su cuerpo junto al mío, y me besó.
Entramos en su habitación, temblaba como una gelatina, y las consumiciones alcohólicas ingeridas, no apostaban a mi favor. Todo estaba oscuro, Milo no me soltaba la mano. La inocencia afloró en mi interior como si volviese a tener 15 años. Me sentía tan tímida y vulnerable. Incontables fantasías habían ocupado mis pensares durante todo el viaje, y ahora, que la realidad ponía las cartas sobre la mesa, temía la desembocadura de la situación. Lo más adecuado hubiese sido, que esas fantasías y deseos, hubiesen quedado solo en eso, producto de mi imaginación.
Mi inexperiencia con los hombres acentuaba mis inseguridades, y luego estaba él, tan hombre, tan italiano, tan...todo, que hacía que me sintiera...nada.
Me tumbó con suavidad sobre la cama, y sin dejar de besarme, palabras italianas penetraban mis oídos. El éxtasis se apoderaba de mi cuerpo, desprendiendo lujuria por cada poro de mi piel.
Y de repente, un sonido desconocido para mi, nos sobresaltó.
Se encendió la luz, y cuatro hombres más nos acompañaban. La angustia se instaló en mi garganta, impidiéndome respirar con regularidad. Todos armados, rodeando la cama. Cuatro hombres enchaquetados, con sombreros y zapatos de charol. Inmóviles, como si de una fotografía se tratase, nos observábamos los unos a los otros. Quise gritar para pedir ayuda, pero Milo me tapó la boca. Por un momento pensé que él estaba compinchado con ellos, que todo era una trampa para secuestrarme o algo parecido. Una estupidez que el miedo incrustó en mi sién, pues yo no era nadie, una simple chófer. Estaban por algo mucho más gordo e importante.
Uno cogió a Milo por el cuello, otro me levantó de la cama sin esfuerzo, me puso de rodillas y apoyó la pistola contra mi cabeza.
La situación se me escapaba de la realidad, me daba la impresión de que despertaría en cualquier momento de ésa terrorífica pesadilla. Desgraciadamente, no desperté.
La conversación, en italiano, parecía ajetreada, alguna que otra palabra se afinaba a mi entendimiento, descifrando que pertenecían a la mafia italiana, y exigían algo a Milo. Éste, sin abrir la boca, desafiaba con su mirada a los agresores, que no tardaron en propiciarle una paliza. Asustada,  deseaba con todas mis fuerzas que me dejaran marchar, pero mi presencia era tan insignificante, que ni siquiera advirtieron mis escandalosas lágrimas.
Minutos interminables, hasta que, a empujones, me sacaron del cuarto. Fuera, el mafioso que se ocupaba de mi, me llevó hasta la puerta de mi habitación, lo que me hizo pensar, que llevaban siguiendo nuestra pista desde varios días atrás, bueno, el rastro de Milo.
Me hizo abrirla y entrar, el mafioso me pisaba los talones. Me indicó que me sentara en la cama, temía lo peor, me mataría o violaría. La saliva se volvía espesa en mi boca, y un sabor amargo controlaba mi paladar. De repente un disparo, y todo quedó en silencio. Milo no sería el hombre de mi vida.

-Ahora, cogerás tus cosas y regresarás a España. No contarás nada de lo vivido en esta semana ¿Me oyes? Si se te ocurre hablar con alguien, mencionar este viaje o simplemente traerlo a tus recuerdos, iré a por ti, te rajaré el cuello, y luego, se lo rajaré a Luisa, tu madre ¿Entendiste?

Asentí exageradamente, no podía pronunciar palabra, no salían, se habían extinguido de mis cuerdas vocales.
Se marchó, se marcharon todos, el cuerpo de Milo con ellos.
Esa misma noche, emprendí el camino de regreso.
Cerré la empresa, vendí el coche y me mudé de ciudad. Nada bastó para olvidarme de Milo. Durante años actué como si aquello no hubiese ocurrido, pero las pesadillas avasallaban a mi subconsciente y la ansiedad, decidió vivir en mi pecho.
Hoy, siendo una anciana, he vuelto al lugar dónde me enamoré de Milo, aquella venta, cuyo banco trasero, trasladaba al cuadro de Monet. Milo esta impregnado en los colores tierra de las montañas, y en el cielo, a través de las nubes, se extiende su eterno aroma.
Mi cabello dejó de bailar al compás de los pajarillos, y se contonea con el silencio de Milo.

7.6.20

RELATO: Sueños Platónicos

Dudó si era ella, sin apartar la vista de su pelo. Contoneante y seductor, el viento lo mecía como a las hojas de un sauce, y él, absorto en sus sueños inalcanzables, se perdía entre su aroma lejano.
No había duda, era ella.
El tiempo había sido el verdugo de sus besos, y ahora, el destino benévolo, la ponía ante sus ojos. Esbelta, con curvas esculpidas por el mismo Miguel Ángel, de rostro aniñado con rasgos de mujer vivida, ojos grandes y oscuros recubiertos por pestañas infinitas, y unos labios dibujados, tan lejanos de los suyos, que casi le parecían inventados.
Se acerca, ocultándose entre la multitud para pasar inadvertido, como lo hace el puma cuando acecha a su presa, con sigilo y paciencia, esperando el momento cumbre para saltar sobre su cuello. ¡Cuánto ansiaba su cuello! Parecía seguir tan terso como siempre, incitando a sus deseos más ocultos, más inestables. Recordaba pasar la mano por su hombro, mientras le apartaba el cabello, y besar su cuello hasta dejar los labios marcados en su piel. Otros tiempos eran aquellos, donde la felicidad reinaba sobre sus cabezas, sin embargo ahora, la felicidad solo era un recuerdo enturbiado, que a veces, parecía ser producto de su imaginación, llegando a confundir los deseos con memorias pasadas.
Las obligaciones lo mantenían a raya, sin escapatoria, aunque su mente viajaba cada noche para estar junto a ella, y en el mundo de los sueños, el amor renacía, fundían sus almas para sobrepasar la realidad, y entre voces celestiales deambulaban con paso firme, construyendo un mundo nuevo, donde sus corazones adolescentes latian para crear esperanza.
¿Cuándo había dejado de ser un niño con libertad en el corazón? Cuando ella se marchó de su lado para alzar el vuelo, y desde lo más alto, lo miró por última vez, con los ojos cubiertos de lágrimas, y gritando al odio, lo olvidó para siempre.

Había olvidado para qué había ido al rastro, todo pensamiento salió escopeteado de su mente cuando vió su imagen de nuevo, y andaba como bobo sin cabeza, de puesto en puesto, siguiendo el rastro de belleza que marcaban sus tacones. Si ella giraba la cabeza, él se escondía entre vestidos. Tan cobarde seguía su instinto, que una vez más se escaparía de su alcance, como en aquella ocasión.
Años de lamento por una decisión tomada a la ligera, por no plantar temperamento y luchar por ella, sucumbió a los dimes y diretes de los familiares más atosigantes, de los que no escucharon sus plegarias, de los que enterraron sus lágrimas bajo el suelo de su hombría. Se dejó amordazar por el miedo desconocido, por palabras convincentes ajenas a sus emociones, y apartó de sí mismo la verdad que los hubiese hecho libres.
Cobarde, en eso se había convertido, en un cobarde.

Ya no era una niña, una adolescente a la que perseguir, ya no era aquel primer amor de las noches de verano, ni los besos escondidos y prohibidos, ni las escapadas a plena luz del alba, ya no era. Y la vida se la exponía de nuevo, para remediar sus actos acobardados, para volver a ser lo que fueron.

¿Lo recordaría ella? ¿Habría olvidado los silencios que producían sus besos? ¿La chispa que brotaba al contacto de sus manos? ¿Los ojos brillantes al decirle Te Quiero?
Del amor al odio existe un simple paso, y él, arrastrado por sus instintos varoniles, fue el que enmendó el desastre. Provocó la traición que secó el corazón de ella, la inestabilidad de aquella historia de amor, él fue el culpable de un desenlace tan desastroso, el que difuminó la confianza, el que no tuvo paciencia, el que embadurnó su mente con pensamientos carnales y cayó en los brazos de otra mujer, otra a la que no amaba, a la que ni siquiera conocía, otra con la que desfogó sus ganas de convertirse en hombre. Y tan pícara y descuidada es la vida, que sentenció su porvenir con un hijo, fruto de otro vientre, y no el de ella.

Casi puede oler su perfume, apenas los separan unos centímetros. La observa y añora esos años que ya no existen. Ella alcanza su mano hasta una prenda, él aprovecha la ocasión. Redirige su temblorosa mano a la prenda que palpan los dedos de ella, se produce el tacto inesperado. Colores invisibles llenan el lugar, rodean sus cuerpos, bailan con el canto del reencuentro, el amor suspira de alivio y el cielo les obsequia con nubes de pasión. El cuerpo activa su memoria y con la presencia de su mano, crea un cosquilleo en la piel. Él, con los ojos cerrados, como si quisiese disfrutar cada segundo, imagina que el tiempo vuelve atrás, que sus errores son corregidos, y que ella, es la mujer que duerme cada noche a su lado.
Ella, levanta la cabeza para averiguar a quién pertenece la mano que la acaricia, y encuentra, a un señor calvete, con los ojos cerrados, una sonrisa dibujada en el rostro, sumido en un extraño sueño que la vuelve incómoda, y se asusta, aparta su mano bruscamente, y da un paso atrás, girando sobre sí misma para esconderse entre la gente y hacer que el señor no la localice.
Pero él no está dispuesto a perderla de nuevo, quiere vivir el amor que les arrebató la vida, una nueva oportunidad.

-¡Paloma! ¿No me recuerdas? Soy Andrés
-Creo que se ha confundido señor
-¡Claro que no Paloma! ¡Soy yo! 
-Disculpe, me están esperando.

Ella solo desea salir de allí. Da media vuelta y desesperada, busca ayuda. Él, que no desiste, la agarra del brazo, con suavidad, no quiere asustarla, es normal que no lo recuerde, hace tantos años, y está tan cambiado, solo necesita explicarle lo que pasó, seguro que ella lo recuerda al momento.

-¡Espera Paloma! Tranquila, no te asustes, soy yo, Andrés, jeje, estoy un poco descuidado, pero mira, soy yo, fuimos novios hace muchos años, nos íbamos a casar y todo, ¡Venga! No puedes haberte olvidado de mi. Sé que sigues enfadada, no debí acostarme con aquella mujer, pero ¡Coño! También es mala suerte dejarla embarazada. Mira, espera, que te enseño a mi hijo. 
-Señor suélteme, por favor, se ha equivocada de persona. Sí sí, muy guapo su hijo, pero suélteme por favor.
-¿Es guapo verdad? Podría haber sido nuestro...aishh...que mala suerte tuvimos Paloma. No he podido olvidarme de ti, te quise tanto, ¿Lo sabías verdad? ¡Vayamos a tomar café! ¡Tenemos tantas cosas que contarnos! ¡Qué alegría haberte encontrado de nuevo!

Y en ese momento, ella lo recuerda. ¡Pobre hombre!¡Esta irreconocible! El físico no es lo único que ha empeorado, por lo que ella puede comprobar, también su mente.
Nunca fueron novios, y mucho menos se iban a casar. Andrés era un chiquillo que la perseguía a todas horas, le escribía cartitas de amor, le regalaba flores, pero jamás se acercaba a ella. Paloma intentó varias veces entablar conversación con él, pero el chiquillo era tan tímido, que era verla aparecer y huía. Con el tiempo se acostumbró a visualizarlo entre las sombras, siempre oculto, observando sus movimientos, ella llegó a tomarle un cariño extraño, por lástima.
Incluso la espiaba cuando ella se escapaba con sus novietes para besarse a escondidas, en las noches de verano, al alba, Andrés la acechaba fuese a donde fuese.
Hasta que un día llegó a sus oídos que había dejado embarazada a otra chiquilla del pueblo, no recordaba su nombre, y él de inmediato se puso a trabajar para sacar a la familia adelante. Paloma, a los pocos meses, se mudó, por cuestiones totalmentes ajenas a Andrés.

Compasiva, y envuelta por una nostalgia de aquellos años adolescentes, cedió a tomar el café, era lo menos que podía hacer, después de tanto tiempo, Andrés al fin, había dado el paso, y se atrevía a hablar con ella.