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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

19.6.20

RELATO: Mis hijos por encima de todo

-Yo que tú, lo pensaba
-No sé...podría esperar un poco más, buscar por otro sitio...
-Llevas 3 meses sin ingresos, tus hijos tienen que comer. Os hace falta una estabilidad económica ¿A qué más piensas esperar? ¿A estar completamente en la calle? 
-Ya...pero lo que me ofreces...no es fácil de asimilar, nunca he pensando dedicarme a ello, no sé, necesito dinero pero...¿Tan desesperada estoy?
-Bueno mujer, tu sabrás. Es una opción como otra cualquiera, te sacaría de todas las deudas, y podrías empezar a vivir bien. No serás la primera ni la última que se mete en este mundo.
-¿Tú estás metida?
-Lo estuve

Ambas quedan calladas, absortas en sus pensamientos. Verónica, que en sus manos sujeta las fiambreras de comida que le ha proporcionado su amiga, medita sobre la proposición. En parte le parece una buena idea, se acabarían sus problemas, al menos durante un tiempo, siempre cabe la posibilidad de dejarlo cuando vea necesario. Sin embargo, no se siente cómoda, introducirse en ese mundo, es para ella, rendirse del todo, y aún guarda una esperanza en su corazón.
Vanesa, su amiga, la observa. Sus intenciones son buenas, solo quiere ayudarla. No le importa seguir rellenando tuppers para que puedan comer, si está en su mano, su amiga y su familia no pasarán hambre. Pero ¿Qué hay de las facturas que pagar? ¿Y la hipoteca? En breve vencerá el plazo y si no aportan la cantidad debida, los desahuciarán.
Se despiden con un abrazo.

Verónica llega a casa. Los niños juegan en su habitación, su marido, en pijama como todos los días desde que se quedó en paro, sujeta el mando de la televisión, apenas advierte la llegada de su mujer.
Abre la nevera e introduce las fiambreras. Una nevera austera de alimentos, parece recién comprada. Verónica se lamenta para sus adentros, no le gusta vivir de la caridad humana, tener que depender de otras personas para alimentar a sus hijos, no entraba en sus planes, pero a veces la vida te pone ese tipo de pruebas, y hay que adaptarse a las circunstancias.
Se sienta en la mesa de la cocina y revisa las cartas, casi todas del banco. Se niega a abrirlas, ya sabe lo que encontrará dentro. Apoya su mano en la frente y rompe a llorar, la situación comienza a ser insostenible.
Su hijo, el mayor, aparece por la puerta de la cocina.

-¿Cuando comemos mamá?

Ella se limpia las lágrimas de inmediato, y con una sonrisa forzada, intenta contestar con naturalidad.

-Ya sabes que hasta las cinco no estará la comida lista cariño.
-Pero hoy no hemos desayunado mamá, y tengo mucha hambre.
-¿Papá no os ha dado la leche? 
-No quedaba, dijo que cuando volvieses, podríamos almorzar.

Desde que descartaron la compra semanal y vivían de los alimentos que Vanesa les cocinaba, Verónica había planteado una nueva fórmula para administrar bien la comida. Ella y su marido no desayunaban, aportando un vaso de leche, a veces con galletas, a sus hijos. El almuerzo se realizaba a las cinco de la tarde, pues la cena solo la ejecutaban sus hijos. Así ella y su marido, realizando solo una comida al día, podían subsistir.
Desolada, mira con ternura a su hijo, que con prudencia, se acaricia la barriguita insinuando que tiene hambre.
Abre de nuevo la nevera, pensando que por arte de magia, aparecerá en su interior un cartón de leche. Su hijo, paciente, no pierde esa mirada de ilusión.
Verónica permanece situada frente a la nevera vacía, sin saber que responder a su hijo. Mira el reloj, son las dos de la tarde ¿Obligará a sus hijos a estar tres horas más sin poder llevarse nada al estómago? Ni hablar. Sus hijos no deben sufrir los males que han provocado sus padres, ellos no tienen la culpa de nada. Cierra el frigorífico, besa al pequeño y susurrando, más bien conteniendo el llanto, le dice que irá al mercado a por leche.
Al salir de casa, no puede contener más su ira, y se derrumba cayendo al suelo. ¿Cómo va a comprar leche? Ni tan siquiera tiene céntimos, de esos que no quiere nadie, en la cartera. Pero sus hijos siguen teniendo hambre.
En lugar de bajar las escaleras para ir al supermercado, las sube, y acaba llamando a la puerta de su vecina de arriba. Se muere de vergüenza, es la primera vez que va a mendigar algo para que sus hijos puedan comer. Nadie en su edificio sabe por lo que están pasando, quizá si lo contara, recibiría más ayuda. Las personas suelen ser solidarias cuando existen niños de por medio. No obstante, Verónica lo ha mantenido en secreto, no quiere que nadie sienta pena por ellos.
Llama al timbre, le abre Charo, una mujer mayor que vive sola con la que mantiene una relación exclusivamente vecinal, pero es a la única que se atreve a pedirle ayuda sin pasar por el mal trago de ser juzgada.

-¡Hola Verónica! ¿Qué te trae por aquí?
-Hola Charo. Mira es que estaba cocinando y me he dado cuenta que no me queda leche. Iría al supermercado, pero hija no puedo apagar el fuego, ni dejar a los niños solos, mi marido ha salido. ¿Te importa dejarme un litro de leche? Te prometo que en cuanto vaya al súper te lo devuelvo.
-¡No mujer! ¡Cómo me va a importar! Ahora mismo te lo traigo.

Verónica odia mentir, pero esta ocasión es diferente. ¿Podría contarle a Charo la verdad? ¡Claro que podría! Es el orgullo el que frena a su sinceridad. Quizá el miedo.
Charo aparece con una caja, en su interior, seis briks de leche.

-Toma mujer, no hace falta que me devuelvas nada. La compré por equivocación y se iba a echar a perder. 
-Muchas gracias Charo.
-¿Necesitas alguna otra cosa? 
-No, no. Con la leche voy servida, muchas gracias. Me voy que se me quema la comida.
-¡Espera! Me acabo de acordar que ayer compré unas galletas y unos cereales también por equivocación. Seguro que a tus niños les encanta. Voy por ellos y te los llevas también.

Sin saber con exactitud si su vecina decía la verdad, no se opuso. Cogió la bolsa, y sin decir nada, entre miradas se entendieron.
Al llegar a casa, lo primero que hizo fue llenar dos vasos de leche, con eso bastaría para calmar el hambre hasta la hora del almuerzo. Se los ofreció a sus hijos. Cuando se dispuso a guardar las galletas y los cereales que transportaba en la bolsa, observó que Charo había introducido más alimentos. Colacao, bollos, pan, arroz, aceite y embutido. Definitivamente su vecina se había dado cuenta de lo que ocurría en realidad. Se emocionó. A veces las personas te sorprenden y son sus actos lo que te enseñan una lección de la vida.

¿Cuánto tiempo más seguirían así? No podrían estar eternamente viviendo de la caridad humana. Daba vueltas y vueltas en su cama, sin poder dormir. Los pensamientos atormentaban su mente, agotándose cada vez más. Las palabras de su amiga Vanesa rondaban por sus pensamientos como una cortina de humo. Ni siquiera quería pensar en ello, sin embargo, en el fondo, sabía que tenía razón. Era eso o acabar en la calle, le quitarían a sus hijos, y tanto su marido como ella, acabarían siendo unos vagabundos olvidados por la sociedad. ¿Había luchado y trabajado durante toda su vida para acabar así? ¡Por supuesto que no! Habían llegado al límite. Estaban en el precipicio de la pobreza absoluta, o tomaban medidas, o tendrían que saltar, y entonces ya no habría vuelta atrás.
Boca arriba, con la mirada perdida en el techo, visualizaba la proposición de su amiga. Le repugnaba la idea, no se veía capaz de realizar aquello. En cierto modo era sencillo, solo debía desprenderse de sus escrúpulos y su aprensión, sabía que la primera vez sería duro, pero era cuestión de acostumbrarse.
En una balanza imaginaria, situó aquel trabajo escabroso, y al otro lado, su dignidad. Sin embargo, la balanza era sujetada por el hambre y la desolación de sus hijos.
Tomó una decisión.

Esperaba impaciente a su primer cliente. No podía creer lo que iba a hacer. Paseaba nerviosa de un lado a otro, asegurando que entre la multitud que la rodeaba no hubiese ninguna cara conocida.
Cada vez que el miedo se apoderaba de sus piernas, incitándolas a salir corriendo, la conciencia le estampaba la imagen de sus hijos, y era lo que la mantenía estática, lo único que la hacía aferrarse a esa absurda idea de conseguir dinero.
Un contacto de un contacto de otro contacto que conocía Vanesa, la habían llevado hasta allí. Estaba atemorizada. Por mucho que había intentando visualizar los hechos y aceptar lo que acabaría ocurriendo, era imposible dar nada por sentado. ¡Podría ocurrir de todo! Que llegara la policía, que le robaran, que la engañaran...Todo lo que pasaba por su mente era negativo. ¿Acaso su amiga le iba a recomendar algo que le hiciera daño? Pero Verónica se dejaba avasallar por las malas vibraciones. No era fácil, sin embargo, allí estaba.
Una mujer, que por su forma de vestir, aparentaba una edad que no era correspondida por las facciones envejecidas de su piel, le indico que pasara, su cliente la esperaba.
Llegó el momento. Sin creer en Dios, se persignó, y sus rezos se convirtieron en una tabla donde agarrarse si el navío se hundía.
La habitación, alumbrada con una lamparita de noche, presentaba una decoración ostentosa. El cliente, casi con el rostro enturbiado, la esperaba sentado en la cama. Ella no habló, se dirigió directamente hacia el lavabo, cumpliendo las indicaciones recomendadas con anterioridad. Los nervios acribillaban su inseguridad, sin embargo, se mantenía firme.
Se tumbó en la cama, y antes de comenzar a prostituirse por primera vez para sacar adelante a su familia, se dijo para sí en señal de ánimos:
-Mis hijos por encima de todo.