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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

15.5.25

RELATO: Y resucitó al tercer día


Andrés siempre había sido un hombre solitario, conocía a mucha gente, pero apreciaba su soledad e independencia, la única relación que consentía que lo perturbarse diariamente, era la que tenía con su gato. Terco, que así se llamaba el gato, apareció una mañana en el jardín de su modesta casa. Al principio no se acercaba a él, por eso que dicen de la desconfianza de los gatos, pero no le intimidaba su presencia, lo dejaba observarlo mientras escalaba los árboles, corría tras los pájaros, buscaba en la hierba...siempre con una distancia prudente que marcaba el animal.

Andrés, que nunca había tenido animales, se sentía incómodo con la presencia del gato, negro y con ojos verdes, se sentaba en una esquina del jardín y lo observaba en el interior de su casa durante horas. No maullaba, no se acercaba, simplemente lo observaba. Con el paso de los días, el gato iba y venía, y Andrés comenzó a tolerar su presencia como algo necesario. Le gustaba sentarse en el sofá y desde la ventana que dirigía al jardín, buscaba al gato para tranquilizar sus sentidos. Si el gato estaba en su sitio habitual observando, Andrés respiraba tranquilo.

Con el tiempo se selló la confianza entre ambos, Andrés empezó a racionarle comida. Al principio tonterías, que si las sobras de pescado, que si la carne que no se había comido al medio día...El gato, asumiendo su papel de invitado, para agradecerle tal gesto, comenzó a dejarse acariciar. Primero restregaba su cuerpecito por las piernas de Andrés, luego ronroneaba en modo de gratitud, y finalmente se subía a sus rodillas y dormía plácidamente toda la tarde. La relación estaba consolidada, así que Andrés decidió llamarlo Terco. Cuando le preguntaban, sus vecinos, si se había comprado un gato, siempre contestaba que más bien el gato lo había comprado a él, ya que fue Terco quien apareció en su vida sin él haberlo buscado.

Andrés entraba y salía de casa como cualquier persona, al igual que Terco entraba y salía sin restricción alguna. Tenían la típica relación dueño-gato, Andrés le proporcionaba cobijo y comida, y Terco aportaba amor y cariño. Les gustaba estar juntos.

Andrés vivía en una casita con jardín que colindaba a cada lado con otras dos casitas, parecido a unifamiliares pero versión chalet. Aunque desde fuera pareciese que las casas no tenían relación entre ellas y que se mantenían con la intimidad sonora que todo aquel desea con respecto a sus vecinos, Andrés no podía fardar de ello. Las paredes eran tan finas que un simple estornudo podía hacer retumbar la casa de sus vecinos. Los años de convivencia vecinal habían creado una intimidad extraña en la que todos escuchaban pero nadie comentaba nada.

Sus vecinos de la izquierda, dos personas mayores que acababan de jubilarse, tenían un loro. No un loro cualquiera, de esos verdes y nerviosos que estamos acostumbrados a ver, no, el loro de sus vecinos era magistral. Era un loro tremendamente grande, exótico, con un plumaje tan lleno de colores que el mismísimo arcoíris se quedaba en bragas a su lado. Desprendía elegancia por cada una de sus plumas, un loro que en otros tiempos, hubiese pertenecido a un rey. Llevaba años con la pareja de jubilados, que lo amaban más que a un hijo, o al menos eso decían. Rico, que así se llamaba el loro, salía a tomar el sol todos los días, y en ocasiones le abrían la jaula para que pudiera moverse con total libertad tanto por el jardín como por la casa. Lo trataban con tantos mimos y cuidados, que incluso, le limpiaban el pico tras comer alpiste.

Andrés lo había visto en varias ocasiones, y la verdad que la exageración de sus vecinos quedaba corta para describir a Rico. Andrés se quedaba embobado cada vez que veía a Rico volar de un lado a otro con ese porte tan señorial. Era digno de admirar. 

Cuando apareció Terco en su vida, Andrés tuvo que advertir a sus vecinos de su existencia para que tuviesen cuidado con Rico, ya que Terco no obedecía las órdenes de nadie. Andrés había observado, que como todos los gatos, tenía cierta predilección por Rico y quiso advertir a sus vecinos para evitar una tragedia. Se creó una pequeña disputa, ya que sus vecinos no veían justo que tuviesen que estar en alerta continúa por la seguridad de su loro, cuando nunca antes había ocurrido nada, sin embargo, Andrés insistía en que él no podía controlar el instinto de Terco, y como todo gato, miraba a Rico con ansias de cazarlo. Al final decidieron poner una valla más alta para así evitar que Terco entrase en el jardín de sus vecinos y que Rico pudiese seguir con su rutina de loro consentido.

Un día llamaron a la puerta de Andrés, era su vecino el jubilado.

-Buenos días vecino

-Buenos días

-Vengo a informarte que mi señora y yo nos vamos de viaje durante unos días, la casa la dejamos al cuidado de un amigo que vendrá una hora para regar las plantas y verificar que todo sigue en orden. Solo quería avisarte por si escuchabas ruidos inusuales o veías a este amigo entrando en casa.

-Esta bien, no hay problema. Gracias por avisar. ¡Que tengáis un buen viaje!

-¡Gracias vecino! Nos vemos a la vuelta.

Terco parecía haberse tomado también unas vacaciones ya que llevaba unos días sin aparecer por casa, pero Andrés, consciente de que era un gato, no le quiso dar importancia y mantuvo la paciencia necesaria hasta que Terco decidiese volver. Lo echaba en falta y temía que le hubiese ocurrido algo, sin embargo, sabía que el gato era inteligente y sabría cuidar muy bien de sí mismo, siempre había entendido su independencia y libertad, porque Andrés se sentía igual. En algunos momentos llegó a pensar que quizá no regresaría, quizá había encontrado otra familia, otro lugar dónde estuviese más a gusto, Terco era libre de elegir dónde quería vivir, al fin y al cabo, Andrés solo había sido un humano más en su vida, quizá se había acabado su etapa con él.

Al tercer día desde que sus vecinos se habían marchado de vacaciones, Andrés se encontró con el amigo de éstos justo cuando salía de su casa y por amabilidad se paró para entablar una conversación.

-Buenas, soy Andrés, uno de los vecinos. ¿Qué tal todo?

-Hola, soy Joaquín, encantado. Bien, ya me marchaba, he regado las plantas y ventilado la casa, no tengo más que hacer aquí.

-¿Quiere tomar un café?

-No, muchas gracias, me espera mi mujer. Quizá en otra ocasión.

-Muy bien. Hasta otra entonces.

-Hasta otra. 

Andrés entró en casa decepcionado, no le apetecía estar solo, la compañía de Terco durante tanto tiempo lo había inducido a tener la necesidad de estar con alguien, y el mero hecho de tomar un café aunque fuese con el amigo de sus vecinos, le reconfortaba. No pudo ser.

Mientras miraba la televisión sentado en el sofá, le pareció escuchar un ruido en el jardín, rápidamente buscó a Terco. Deseaba tanto verlo que cualquier sombra se le parecía. Había oscurecido y el gato era negro, Andrés encendió la luz. Comenzó a llamarlo de esa forma exclusiva y única que Terco reconocía al instante, pero el gato no respondía. Tiene que ser él, pensó Andrés, ese ruido es típico de Terco cada vez que se mete en mi jardín, no puede ser otro gato. Entró de nuevo en la casa para coger alguna chuchería y ofrecérsela al gato, eso lo haría salir de su escondite sin ninguna duda. Mientras lo llamaba con la chuchería en la mano y miraba hacia todas las direcciones del jardín, buscando por los rincones más oscuros, suplicaba mentalmente encontrarlo. Lo echaba mucho de menos y se había dado cuenta que ya no era capaz de vivir sin él. Pero no había ni rastro de Terco.

Abatido, se dio por vencido y cabizbajo entró de nuevo a la casa. Minutos después un maullido agudo lo sobresaltó. Terco había vuelto.

Corrió hacia el jardín con tanto ímpetu que casi rompe la ventana que lo separaba de su mascota, pero eran tan fuertes las ganas de volver a abrazarlo que ni si quiera se percató del golpe. Terco estaba en casa al fin. Al salir al jardín y buscarlo con la mirada como si de un radar se tratase, visualizó al gato en una de las esquinas, agazapado, sucio y de espaldas. Su primer pensamiento fue que Terco había sufrido un accidente y no se encontraba bien, lo que hizo que se preocupara y corriese hacia él. Cuanto más se acercaba, más intuía que algo no iba bien, Terco parecía esconder algo. Una vez lo tuvo bajo sus pies, antes de acercarse a traición, comenzó a hablarle con la dulzura conveniente, sabía perfectamente que para dirigirse a un gato jamás lo podía hacer por la espalda y con agresividad, asustaría al gato que saldría huyendo, o, por el contrario y conociendo a Terco, le atacaría sin piedad. Pronunciaba su nombre con ternura y lo obsequiaba con pequeños diminutivos que solo ambos conocían, hasta que el ronroneo de Terco le dio la señal necesaria para poder acariciarlo. 

Pero Andrés no encontró lo que esperaba. Terco, a pesar de la suciedad, estaba bien, no presentaba signos de herida y su estado físico seguía en plena forma, sin embargo, bajo su garras de felino Andrés pudo visualizar unos colores llamativos que lo pusieron en alerta. Terco había estado de caza.

Cuando por fin pudo abrazarlo, fundamental y necesario para Andrés, comprobó que, evidentemente, Terco había cazado. El cadáver yacía en los pies de Andrés. Se agachó, dejó a Terco en el suelo, y con mucho cuidado, movió la presa con los pies para evitar coger alguna infección, aun no sabía de que animal se trataba y no quería correr ningún riesgo. Cuál fue su sorpresa al voltear al ser inerte, que se trataba de un loro, concretamente, el loro de sus vecinos.

Rico yacía inmóvil en el jardín de Andrés. Estaba sucio de barro y tierra, casi desmembrado, con una cuarta parte de su plumaje. Andrés se echó las manos a la cabeza. Miró a Terco, que se limpiaba el lomo como si nada hubiese pasado, y cuando Andrés dijo en voz alta Qué has hecho, Terco se limitó a maullar de la forma más inofensiva que puede hacerlo un gatito dulce y bueno. Andrés sabía que se había metido en un buen lío y mientras intentaba no perder la calma, le preparó a Terco un platito con su pienso y un bol con agua fresca. Entraron ambos en la casa dejando a Rico en el jardín. Andrés no sabía qué hacer. Estaba claro que durante la ausencia de sus vecinos, sin saber cómo, Terco había aprovechado la falta de seguridad del loro y había conseguido entrar en la casa. Andrés no quería acusar a su gato, sus vecinos no entenderían la reacción del minino y le exigirían que se deshiciese de él, cosa que Andrés se negaría rotundamente. Tantos días sin verlo le habían hecho entender que amaba a aquel gato, y un incidente sin malicia, porque sabía que Terco lo había hecho por puro instinto, no iban a provocar la separación de dueño y mascota. 

A las pocas horas Terco ya estaba dormitando en el sofá como si nada hubiese ocurrido, mientras que Andrés cada vez estaba más preocupado. Qué les diría a sus vecinos, qué excusa podría inventar, cómo saldrían de esta. Saturado de tanto pensar, finalmente encontró una solución. No sería la más acertada y justa, pero lograría disuadir el interrogatorio de sus vecinos a la vuelta de sus vacaciones.

Levantó a Rico del suelo, se lo llevó al baño, le quitó el barro, peinó las pocas plumas que le quedaban, y lo adecentó lo mejor que pudo. Esperó que el reloj marcarse más de media noche, ninguno de sus convecinos saldría a esas horas, así podría introducirse en la casa de sus vecinos y colocar a Rico en su jaula como si nada hubiese sucedido. Por suerte, tras saltar la valla del jardín, observó que la jaula de Rico no estaba en el interior de la casa, si no en el pórtico, en una esquina protegida por algunas plantas, en la zona más oscura del jardín. Se alegró de que sus vecinos no tuviesen alarma. Abrió la jaula con cuidado para no hacer ruido, colocó a Rico apoyado en uno de los barrotes y se aseguró de que no se cayese, luego cerró la jaula y volvió sobre sus pasos.

Una vez a salvo en su hogar, con el corazón a mil por hora, se dirigió a Terco, y medio enfadado medio comprensivo, le dijo que por el bien de los dos, no saldría de casa hasta que no volviesen sus vecinos. No sabía si Terco lo habría entendido o no, pero por la mirada que le lanzó, Andrés se dio por aludido. En su mente, antes de dormir, no hacía más que ensayar lo que les contaría a sus vecinos en el caso de que lo interrogaran, repitiendo una y otra vez el discurso, quizá para memorizarlo, quizá para creérselo. Sus vecinos llegarían en dos días.

El amigo encargado de cuidar la casa, a la mañana siguiente, no se sorprendió de nada, o al menos eso es lo que pudo observar Andrés desde la esquina de su jardín subido a la valla medio escondido. El amigo regaba las plantas, entraba y salía con naturalidad, en ningún momento miró hacia la jaula, cosa que, en principio, extrañó a Andrés. Pero en cierto modo, se alegró de que éste siguiese haciendo su labor sin inmutarse de nada.

Un tremendo grito despertó a Andrés. Sus vecinos habían vuelto. Con el corazón acelerado, se levantó de un salto, se aproximó a la parte del salón con mejor acústica y guardó silencio mientras su vecina agonizaba y lloraba sin condición. Era tal la angustia que esa mujer reflejaba en sus sollozos, que Andrés sentía una presión en el pecho que lo hacía contener las ganas de salir y contar toda la verdad. Esa mujer estaba sufriendo por culpa de su gato, y aunque él sabía que lo ocurrido no era más que cosas de gatos, igualmente sentía el dolor de aquella mujer por haber perdido a la mascota que trataba como a un hijo. ¿Y si hubiese sido él quién hubiese perdido a Terco? No quería ni pensarlo. Sentía empatía hacia los dos jubilados y deseaba con toda su alma que aquello no hubiese ocurrido, pero ya no había marcha atrás, había tomado la decisión correcta para salvarse ambos.

Su vecina lloraba, gritaba y clamaba al cielo. Sus gritos eran desgarradores, su dolor se palpaba en el ambiente, llegaba a colarse por las rendijas y golpeaban el pecho de Andrés. La situación era desoladora. La señora pedía clemencia, gritaba al cielo, maldecía al diablo, mientras su marido intentaba calmarla y repetía una vez tras otra que seguro que habría una explicación. A los pocos minutos apareció el amigo que había ido a cuidar la casa. Andrés seguía escondido escuchando atentamente. El amigo se excusaba, repetía continuamente que él no había visto nada, que durante esos días todo había estado en orden y que no entendía qué podía haber ocurrido. La cosa parecía alterarse por segundos.

Andrés no podía sostener más la situación, la culpabilidad lo aplastaba, así que decidió ir a casa de sus vecinos y si la situación lo requería, contaría la verdad. Llamó a la puerta indeciso e inmediatamente le abrió su vecino.

-Hola Andrés, ¿Qué ocurre?

-Hola. Eso mismo vengo a preguntarte ¿Qué pasa? Escucho lloros y lamentos, me he preocupado.

-Lo siento hombre si te hemos molestado, es mi mujer, que anda histérica porque hemos encontrado a Rico en su jaula al volver de las vacaciones.

-¿Cómo que habéis encontrado a Rico en su jaula? ¿Dónde tenía que estar?

-Enterrado en el jardín

Andrés no entendía. Su vecino debió de descifrar su cara de incógnita, perpleja ante aquellas palabras que no escondían ningún significado extravagante, así que el vecino siguió explicando.

-Rico murió una semana antes de irnos de vacaciones, el pobre andaba ya viejo, los años le pesaban, y una mañana encontramos al animal tieso en su jaula. Lo pasamos muy mal, ya sabes la de años que ese lorito tan precioso nos ha acompañado, y cuanto lo queríamos, era parte de la familia. Decidimos enterrarlo en nuestro jardín y luego irnos de vacaciones para poder pasar el duelo lejos de casa, mi mujer no se encontraba muy bien y no sabía si sería capaz de asumir su ausencia. Pero al regresar, hemos encontrado a Rico metido de nuevo en su jaula.

-¿Vivo?

-¡No hombre! Lo hemos encontrado muerto pero limpio, como si nunca lo hubiésemos enterrado, y no entendemos que ha podido pasar. Hemos llamado a Joaquín y él tampoco entiende nada, asegura que durante estos días la jaula estaba vacía, que incluso ayer mismo no había nada, no nos explicamos qué ha podido ocurrir.

-¡Es cosa del diablo! ¡Te digo que esto es mano del diablo! ¡Ay mi Rico! - Gritaba su esposa con la cara descompuesta y desencajada.

Andrés, atónito, no dejaba de tragar saliva. La situación era desagradable pero él no podía evitar controlar la risa nerviosa que intentaba salir de su boca. ¡Hijo puta el Terco! ¡Había desenterrado a Rico y encima me lo había traído a casa en señal de trofeo! ¡Hijo puta el Terco! ¡Pero que alivio que el animal hubiese muerto de viejo y no asesinado por un felino bromista.

Andrés, intentando controlar sus emociones, callando la verdad y recurriendo a la mayor falsedad que tendría que utilizar en su vida, consolaba a su vecina con calma, exponiéndole que seguro que todo tendría una explicación coherente. Tras varias horas soportando aquella mentira, volvió a casa.

Terco lo esperaba paciente junto a su cuenco de comida, lo miraba con sus ojos verdes, tranquilo, amable, con su ronroneo particular, le cerraba los ojos con dulzura en modo amor, ajeno a lo que ocurría en la realidad. Andrés lo acogió en sus brazos, lo achuchó, lo besó, mientras le soltaba insultos cariñosos y reía bajito. ¡Cabrón! ¡En buen lío me has metido! ¿No podías dejar a Rico enterrado? Terco maullaba tiernamente mientras se frotaba con cualquier parte de su piel. 

Durante algunas semanas fue el único tema de conversación entre los demás vecinos, el caso Rico, lo llamaban, una resurrección misteriosa y a medias, según contaban, ya que el loro había vuelto a su jaula para volver a morir. Unos dijeron que se trataba de brujería, otros que los espíritus intentaban decirnos algo, otros que los jubilados chocheaban y que ni enterraron al loro ni nada y todo era producto de su imaginación...a cada chisme más disparatado. Andrés no comentaba, intentaba por todos los medios evitar la conversación del asunto, porque cada vez que recordaba esa imagen de él mismo lavando a un loro, que ya estaba muerto y enterrado, pensando que había sido su gato el asesino, y la preocupación que se le incrustó en el cuerpo...se partía de la risa. ¡Maldito Terco! 

Sentía mucho haber provocado ese dolor innecesario en sus vecinos, estaba claro que no lo hizo a propósito, simplemente intentó salir del paso ante una situación crítica y molesta. Tuvo que decidir entre salvar a su gato o sentenciarlo, simplemente tomó la decisión que le pareció correcta. Como le faltaba información, por ejemplo que Rico ya había fallecido, sus conclusiones cuando encontró a Terco con Rico muerto entre sus garras, debido a los anteriores acontecimientos, lo indujeron a pensar que había sido su gato el que lo había cazado y no que el animal hubiese tenido una muerte natural. No se reía de la desgracia de sus vecinos, se reía del ridículo que había hecho por salvar al gato ¡Y pensar que unos meses atrás solo pensaba en sí mismo! 

Miró a Terco, el gato descifró sus pensamientos, se acariciaron, se dieron mimos, seguían juntos. Entonces Andrés le dijo

-Por ti sería capaz de esto y mucho más, bolita peluda, has llenado mi corazón de un amor del que ya no puedo prescindir.