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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

1.6.20

RELATO: El callejón

Cada mañana pasaba por la misma calle para llegar al colegio, acompañado de su madre, y no podía evitar mirar hacia el callejón. El lugar, adornado con cartones usados y basura, llamaba su atención como si de un parque se tratase. Su madre, evitando acercarse a ese lugar oscuro, cruzaba de acera cuando se aproximaban. Pedro, cuya curiosidad superaba miedos desconocidos, paraba en seco y observaba descaradamente, mientras su madre le tiraba del brazo para seguir con la marcha. Sin embargo, él sentía que debía indagar en aquella zona.
A la vuelta, cuando salía del colegio, repetían el mismo proceso, siempre alejados del callejón misterioso. Solo una vez pudo verla, intentando abrir una lata de conserva. El pelo enmarañado de un color grisáceo, cubierto su cuerpo de ropajes rotos y sucios, sin zapatos, y un abrigo que utilizaba como manta los días de invierno. Su imagen había quedado grabada en el recuerdo de Pedro, quien sin razón alguna, sentía un sentimiento de culpa, y aunque le había suplicado a su madre más de una vez que se acercaran, nunca tuvo la oportunidad. Sin entender la existencia de personas sin hogar, preguntaba porqué se les privaba de ayuda, cuando ellos, su familia, poseían materiales que apenas usaban. Su madre, invadida por la curiosidad extraña de su hijo, nunca encontraba las palabras adecuadas para convencer a Pedro, tampoco sabía exactamente cómo definir la vida de unos indigentes, pues como todo adulto que ha organizado su vida, entendía que en el mundo debía haber de todo, incluidas las personas que hacían de la calle su hogar. Pero Pedro, sin experiencias en la vida, aún demasiado joven para aceptar la realidad, discutía sobre injusticia, y se escapaba a su razón, por qué unos tenían demasiado, y otros, absolutamente nada. Una angustia crecía en su interior cada vez que su madre tiraba comida, y el niño, ensimismado con aquella mujer del callejón, preguntaba medio enfadado "¿Por qué no guardamos esa comida para los que pasan hambre? Su madre nunca contestaba, se limitaba a seguir limpiando el plato, arrojando los restos al cubo de basura ubicado en sus pies, le daba una golosina, y lo mandaba a su habitación. Sin embargo, el problema seguía existiendo, la mujer del abrigo seguía teniendo hambre, y las sobras, se pudría entre basura.

Su madre se despidió al dejarlo en la puerta del colegio, iba con prisas y decidió no esperar a que entrara. Pedro charlaba con sus compañeros de clase, y por el rabillo del ojo detectó que su madre ya no estaba. Una oportunidad como esa pocas veces se presentaba. Quedó rezagado, haciendo tiempo para alejarse de sus amigos, la profesora los saludaba amablemente mientras les indicaba que tomaran asiento en sus aulas correspondientes. Pedro esperó un despiste tonto, y sigilosamente retrocedió en sus pasos, hasta salir por la puerta principal.
Con su mochila a cuestas, decidido, andaba a un paso ligero, girando la cabeza de un lado y a otro, asegurando no ser visto.
Llegó hasta la entrada del callejón. El hedor se agarraba a sus fosas nasales, lo que le obligó a taparse con la sudadera. A pesar del sol tan maravilloso que alumbraba el cielo azul, el callejón presentaba una oscuridad tenebrosa, como si diese la entrada a otro mundo diferente. No pensó que era tan largo y estrecho, las otras veces, desde la acera de enfrente, la sensación que reflejaba era totalmente distinta. Ahora, estancado en el principio, las dudas sobresaltaban como alarmas de coches antes de ser robados. Una brisa helada llegó hasta estamparse en su cara, haciendo que Pedro se estremeciera. Sin moverse, sitiado en el límite, buscaba con la mirada a la mujer del abrigo, sin movimiento alguno, el callejón aparentaba estar desierto. Miró a su espalda, realmente parecía otra dimensión, los coches recorrían la calle y algunas personas andaban de un lado a otro, ajenas a la silueta de Pedro. Volvió a girar la cabeza para dirigir su mirada al callejón, y todo era triste y sombrío, apagado y fúnebre, parecía perteneciente a otra ciudad. A Pedro le fascinó aquel contraste, como un cuadro pintado al óleo reflejando las dos caras de la vida; una fotografía en blanco y negro retocada con mates de color para reflejar la diferencia de las clases sociales; el yin y el yan envueltos por un filtro humano.
Al fondo, divisó un atisbo de movimiento, leve y apenas alcanzable para los ojos de un niño. Pedro contrajo su cuerpo, la tensión se reflejaba en su rostro y a punto estuvo de huir, no obstante, el remordimiento controlaba sus actos. Deslizó la mochila de su espalda, y a tientas, sin quitar la vista del callejón, buscó su bocadillo. Casi levitando, fue avanzando, precavido y temeroso, muy despacio, como cuando jugaba al escondite con sus amigos y tenía que descubrir a uno de ellos sin ser visto.
Apenas faltaban unos pasos, cuando de la nada y sin previo aviso, uno de los cartones reboleados por el suelo, salió despedido por los aires. Pedro chilló asustado. Una cabeza gris y despeinada se quedó mirándolo. El ladrido de un perro al fondo cortaba el silencio, la mujer, sin pestañear, no le quitaba ojo, Pedro permanecía inmóvil, casi ni se atrevía a respirar, lentamente posó el bocadillo en el suelo, y sin esperar un segundo más, huyó sin mirar atrás.

Las pesadillas inundaban sus sueños, y despertaba en mitad de la noche empapado en sudor. Unos ojos grandes y negros parecían observar desde cualquier dirección. El olor fumigaba el aire limpio de su casa, y la oscuridad se agenciaba del mínimo atisbo de luz. La mujer del abrigo se presentaba en su subconsciente, infundiendo pavor, y él siempre aparecía corriendo con un bocadillo entre sus manos. Apenas consiguió dormir esa noche.

Agarraba la mano de su madre y no pudo controlar apretarla al pasar junto al callejón. Justo en el límite donde el había permanecido tanto tiempo el día anterior, se encontraba de pie, estática, como una estátua mal esculpida, la mujer del abrigo. Lo observaba desde la lejanía, siguiendo con sus ojos los pasos de Pedro. Un escalofrío recorrió su joven espalda, y aceleró el paso simulando llegar tarde.
Los días pasaban, las noches eternas inundadas de terroríficos sueños, atormentaban la estabilidad de Pedro, haciendo que su personalidad retornase en comportamientos ausentes y solitarios, convirtiendo al niño en hombre.

Una mañana lluviosa, acompañada de un viento imparable, anunciaba tormenta. Pedro, agarrando con fuerza su paraguas, luchaba con dificultad para no ser arrastrado por el viento infernal. Al pasar por el callejón, allí estaba ella, en esa frontera imaginaria que habían creado ambos, bajo la lluvia, empapada, seguía la silueta del niño. Una auténtica película de terror. Pedro la observó esta vez, sin apartar la mirada, soportando el miedo que hacía burbujas en su sangre. La mujer del abrigo, recalcando una sonrisa macabra, levantó la mano en señal de saludo, y Pedro, guiado por un acto reflejo, contestó.
A la vuelta, la lluvia había perdido fuerza, ahora solo eran finas gotas que apenas mojaban. Su madre paró en la tienda, encargando a su hijo que permaneciera fuera. Y allí volvía a estar de nuevo, quieta, como si no hubiese pasado el tiempo, lo miraba.
Pedro, sin cavilar sus pensamientos con coherencia, cruzó, y manteniendo una distancia desproporcionada, dejó su paraguas posado en la pared, luego, corrió hacia la tienda, su madre salía en ese momento, mientras se marchaban camino a su casa, Pedro visualizó como la mujer del abrigo agarraba el paraguas, lo abría y se cobijaba en él. El niño se sintió feliz.

Poco a poco, día a día, se forjó una amistad incomprensible, sin palabras que enzarzan un diálogo, sin contacto físico, sin saber el uno acerca del otro. Bastaba con proporcionarle comida, abrigo, ropa usada, demostrando preocupación por un alma perdida. Pedro iba tomando cariño a esa mujer extraña, creando en su cabeza un vínculo emocional imaginario, que sin saberlo, lo llevarían a la desgracia.

Por primera vez, sus padres lo dejaban solo en casa, iban a ser solo unas horas, pero él se sentía orgulloso de la confianza que le proporcionaban. Se mantenía obediente en su habitación, terminando sus deberes, cuando por la ventana veía como caía la noche, y el frío apropiado ocupaba las calles. Pensó en su nueva amiga, ¿Qué habría comido? Era sábado y al no haber colegio, no había podido llevarle su bocadillo. Una preocupación absurda se instaló en su sien. La culpabilidad lo taladraba. Mientras él estaba en su casa, calentito, con la nevera repleta de comida, la mujer de la calle estaba sola, sin remediar el frío, y seguramente con el estómago vacío. Había adquirido el pensamiento continúo de sentirse responsable del bienestar de esa mujer, si él no la ayudaba, nadie lo haría.
Abrió la nevera, y en una bolsa, introdujo todos los alimentos que pudo, luego los metió en la mochila. Se abrigó bien, bufanda y guantes incluidos, y antes de salir, recordó los pies descalzos y sucios. Entró en la habitación de sus padres, y en otra bolsa, que llevaría en la mano, metió unas deportivas de su madre, ella ni se daría cuenta, tenía tantas...
Las calles estaban desiertas, el mal tiempo obligaba a la gente a quedarse en sus hogares, quien tuviese la suerte de tener uno. Pedro andaba deprisa, realmente le aterrorizaba ir solo por ahí, y aún más de noche. Llegó al callejón. La mujer se encontraba tumbada en el suelo y al sentir los pasos de Pedro, se incorporó. Haciéndole una señal con la mano, le indicaba que se acercara. Sería la primera vez que estarían tan cerca. Pedro, tímido, obedecía la señal. Cauto y desconfiado, posó la bolsa con los zapatos en el suelo, y acto seguido, sacó la que se encontraba en su mochila. La mujer, agradecida por el acto de bondad del chiquillo, pero sin pronunciar palabra, le agarró la mano y la besó con dulzura. El tacto fue áspero y desagradable para el niño, pero eso no fue impedimento para dejarse agradecer. Sentado en una caja maloliente y mojada, a poca distancia de ella, la observaba distraído. La mujer sacaba cada artículo con cuidado, admirando cada alimento que ahora le pertenecía, y relamiéndose sin disimulo, sonreía de felicidad. El pequeño, emocionado por la situación, no pudo evitar que las lágrimas brotasen de sus ojos ¿Cómo algo tan insignificante para muchos podía ser tan glamuroso para otros? Entre los dos, crearon un momento precioso, un niño que apenas estaba aprendiendo a vivir, inculcando una lección al mundo, saltando las injusticias de la sociedad, él apaleaba la insensibilidad humana con su bate de solidaridad y humildad, y ni siquiera siendo consciente de ello, pues el pequeño actuaba guiado por su instinto.
Debía volver a casa, sus padres no tardarían en regresar.
Se puso de pie con intención de marcharse, movió la mano para despedirse, y al girarse, chocó con una gran sombra dura que lo hizo caer de culo. La sombra, robusta y enorme, lo levantó de un puñado. Pedro luchaba por deshacerse de sus garras, pero era demasiado fuerte para él. Pataleaba incesantemente y lanzaba puñetazos sin ton ni son. Nada de aquello servía, seguía a expensas en el aire. La mujer quiso acudir en su ayuda, pero aún no había terminado de levantarse cuando la sombra le propició una patada en el pecho, haciendo que cayera de espaldas. Pedro, presa del pánico, comenzó a chillar y gritar socorro, con la esperanza de que alguien pudiese oírlo y acudiese en su ayuda. Lamentablemente, nadie acudió a rescatarlo.
La sombra, resultó ser otro de los vagabundos que residían en aquel lugar, que con el ajetreo de las bolsas, se había despertado, y al ver al niño, no dudó en acercarse para ver que podía sacar.
Revoleó al chaval contra los cartones y se apropió de la comida. Pedro, rabioso e impotente, quiso abalanzarse sobre el usurpador, sin pensar, le tiró a la cabeza un hierro de los que encontró por allí, con tal mala suerte, que ni lo rozó. El vagabundo, que ya se marchaba, paró en seco y dió media vuelta, desafiando a su pequeño enemigo. Agarró el hierro que iba destinado a su cabeza, y como el que parte una nuez, golpeó la cabeza de Pedro, quedando éste inmóvil en el suelo, seguidamente, se marchó.

La policía, los bomberos y medio pueblo invadieron las calles en busca del desaparecido. Sus padres habían proporcionado una foto actual, más la descripción de la supuesta ropa que llevaría, estaban convencidos de que algo le había ocurrido, no era propio de él desobedecer, y mucho menos, siendo de noche. Todos con el alma en vilo, desesperados por encontrar al pequeño Pedro ¿Dónde podía haber ido un niño de su edad a esas horas? Inundaron los telediarios con su foto, dieron el estado de alarma en los pueblos colindantes, cualquier ayuda sería efectiva. Pero el niño no aparecía por ninguna parte.
Meses después, su madre pasaba por delante del callejón. No iba por la acera de enfrente, sino por la misma, y justo al pasar, una palpitación aceleró su corazón. Pocos centímetros más adelante, paró, y pensativa, permaneció inmóvil. Giró la cabeza lentamente, esperando a ser guiada por alguna señal, aunque la pobre mujer ya tenía asumido que se estaba volviendo loca. La oscuridad prominente de ese sucio callejón hizo que se le estremeciera la piel, y en una alucinación fugaz, pudo ver a su hijo en el límite. Volvió entre sus pasos y se adentró en él. No había nadie, ni siquiera esa mujer que a veces salía para observar a las personas. De pronto se sintió estúpida ¿Qué hacía allí? Cuando se disponía a marcharse, la vió. Escondida por cartones, entre los contenedores de basura, casi invisible, la mochila de su hijo.

Los pájaros piaban en los árboles frondosos; los coches pasaban, algunos hacían sonar el claxon; personas paseando, unas hablaban entre ellas, otras por el móvil; una suave brisa anunciaba la llegada de la primavera; el semáforo se ponía en rojo, los peatones cruzaban. Y todo quedó parado, cuando en la lejanía, un grito estrepitoso de una mujer, retumbó en toda la ciudad, haciendo que un callejón abandonado, se convirtiera en el escenario de un crimen.