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Todos los seres viven unos instantes de éxtasis que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia; y el éxtasis brota en la plenitud de la existencia pero con completo olvido de la existencia misma. "LA LLAMADA DE LA SELVA" JACK LONDON

20.5.24

RELATO: La Puerta Entre Margaritas

 Una mañana como otra cualquiera, paseaba junto a Kimbo por las afueras de la ciudad. Como era nuestra fecha preferida, nuestros paseos se alargaban un par de horas más de lo común. Kimbo disfrutaba el doble, y yo, disfrutaba con su felicidad perruna. Nuestro paseo seguía siempre la misma ruta, bajábamos la calle principal hasta llegar a la salida del pueblo, luego, andábamos unos minutos más, y llegábamos a un cruce con dos caminos. Kimbo era el que me dirigía, y siempre escogía el mismo sendero que nos llevaba a un campo enorme plagado de tulipanes y narcisos, y en esta época del año, donde el sol calentaba lo suficiente para no hacernos sudar, aquel lugar desprendía una magia diferente al invierno.

Sin embargo, aquella mañana, Kimbo, más revoltoso y ansioso de lo habitual, escogió el otro sendero. Al principio pensé que se había despistado por algún olor nuevo que había llamado su curiosidad, y que una vez dado algunos pasos, volveríamos hacia atrás para tomar el mismo camino de todos los días. Pero no, Kimbo no hizo el mínimo intento de volver sobre sus patas, y conociendo la testarudez de mi perro, decidí seguirlo sin rechistar.
A primera vista, el camino era muy similar al que cogíamos todas las mañanas, exceptuando algún que otro árbol diferente, margaritas blancas y amarillas, y un pequeño riachuelo que podíamos escuchar a lo lejos pero que nuestra vista no alcanzaba a ver.
Anduvimos durante largo rato y el camino parecía no llevar a ningún sitio. Empezaba a desesperarme y echaba de menos mi campo relleno de tulipanes y narcisos, pero Kimbo seguía olisqueando cada piedra que encontraba sin inmutarse de mi desesperación por llegar a algún lugar donde poder tirarme y descansar bajo la sobra de cualquier árbol.
Cuando llevábamos mas de media hora caminando, nos cruzamos a un señor muy bien vestido para ir por el medio del campo. Vestía un traje azul marino con una camisa celeste que remataba con una corbata turquesa, lisa pero bastante llamativa. Sus zapatos eran negros y se veían recientemente nuevos, pues el brillo que reflejaban con el contacto del sol, producían en mis ojos un destello peor que los faros de los coches en plena noche. 
El señor, con andares rectos y semblante de póker, miró a Kimbo de soslayo, y luego, me dijo un "Buenos días". Evidentemente, lo correspondí con otro "Buenos días".

Tras más de una hora caminando, Kimbo paró en seco, me miró con su larga lengua fuera, y luego, como si algún insecto le hubiese picado en el trasero, echó a correr camino arriba. Silbé y silbé para que volviese a por mi, pero Kimbo no volvía.
Aceleré el paso. El camino se había convertido en una cuesta que llegaba a una pequeña colina, y me dio esperanzas. Quizá, detrás, encontraría un buen lugar para poder, al fin, tumbarme y descansar. Mientras tanto, no dejaba de silbar para que mi perro tuviese la decencia de venir a buscarme y poder hacer juntos los últimos pasos del camino. Pero Kimbo no volvía. 
Al llegar a la cima de la colina, tal y como era de esperar, tras ella, me encontré frente a un prado enorme, verde como la esperanza, y en lugar de estar decorado con tulipanes y narcisos, dónde no había verde, había miles y miles de margaritas. El panorama era precioso.
Antes de disponerme a bajar la colina para buscar un sitio donde descansar, intenté visualizar a Kimbo, que supuse que estaría como loco oliendo y saltando entre margaritas. Silbé un par de veces más, pero Kimbo no se veía por ninguna parte. No quise dar paso a la preocupación, consideraba a mi perro lo suficientemente inteligente como para no perderse, y sabía que tarde o temprano, regresaría en mi búsqueda.

Escogí un claro diminuto, pero lo suficiente grande como para estar tumbado sin perturbar a ninguna margarita. El lugar estaba un poco inclinado, no llegaba a convertirse en colina, pero si parecía ser una dunita, lo que me permitía estar tumbado e incorporado a la misma vez, para poder apreciar tan estupendo paisaje que rodeaba mi presencia. El aroma era tan perfumado que me daba la sensación de estar en la perfumería de los grandes almacenes del pueblo. Una fragancia fresca y única que hubiese sido capaz de curar cualquier mal de dolencia física, o incluso, mental. Se estaba en el paraíso, y si soy sincero, olvidé con rapidez a mis tulipanes y narcisos.

El ladrido de Kimbo me hizo incorporarme de una pequeña siesta que se apoderó de mi cuerpo sin consultarme. Me puse ligeramente de pie para alcanzar con la vista todo el prado. Escuchaba a Kimbo, pero desde mi posición, no lograba ver dónde estaba exactamente. Afinando mis oídos y sin dejar de silbar, iba siguiendo sus ladridos. No tenía prisa por llegar a donde mi perro me llamaba, pues sabía que sus ladridos no eran de ayuda, mas bien de "He encontrado algo". 
Cuanto más andaba, mas altas eran las margaritas. Comenzaba a pensar que me sería complicado encontrar a Kimbo entre tanta margarita alta. El olor también se intensificaba según me adentraba, tan potente se estaba volviendo, que, incluso, me produjo una especie de mareo que logré controlar, colocándome el pañuelo que me regaló mi padre por encima de la nariz y la boca.


Haciendo que pegase un saltito de sorpresa, Kimbo apareció entre las enormes margaritas, con su cara de felicidad y su movimiento inquieto de rabo. Enganchó mi sudadera entre sus dientes y tiro de ella, haciéndome andar con más aprisa. Me condujo hacia un nuevo caminito, estrecho y con muchas piedrecitas, tan pequeñas, que me dio la impresión que habían sido colocadas expresamente de aquel modo, como si le hubiesen querido dar un significado. Llegamos a una puerta, y Kimbo, me hizo parar frente a ella. Sentado a mi lado, observaba con detenimiento. Primero pensé que habría visto algo al otro lado de la puerta, un conejo, un caballo, cualquier animal inalcanzable para él, y me estaba pidiendo que abriese la puerta para poder alcanzar su objetivo sin dificultad. Pero no era el caso.
La puerta era más bien un verja con forma de puerta de medio punto. Tenía un candado enorme. Apoyé mis manos sobre ella, y obviando el candado, empujé. No obtuve resultado alguno, solo la impaciencia de mi perro.
Le dije "Chico, esta cerrada, no podemos pasar, así que corre por ahí y déjame descansar un rato" Kimbo me ladró. Volví a empujar la puerta, de nuevo, con el mismo resultado. A través de la reja, acercando un poco más la cara, a lo lejos, podía observarse una casita de madera. Kimbo debió advertir mi descubrimiento, pues casi al mismo instante, se puso de pie y volvió a mover su rabo con entusiasmo. Estaba claro que Kimbo deseaba entrar, y por alguna extraña razón, también deseaba que yo entrase con él, pero mis intenciones no se acercaban a las suyas, yo quería volver a la dunita, tumbarme entre las margaritas interminables y dejarme mecer por su aroma.

Justo cuando me dispongo a dar media vuelta y dejar a mi perro con su obsesión por aquella puerta, observo que no hay muro a los lados de la puerta, es decir, solo estaba la puerta. A la derecha margaritas, a la izquierda, margaritas, sin muro, sin pared, ni si quiera el atisbo de que antes hubiese alambrada, y entonces, pensé, que quizá podríamos rodear la puerta y llegar a dónde Kimbo deseaba.
No obstante, cuando marqué un par de pasos a mi izquierda con esa intención, observé que la casita desaparecía ante mis ojos. Primero pensé que se trataba de un efecto óptico, que las mismas margaritas escondían la casa y por eso solo era capaz de visualizarse a través de la puerta. Así que me trasladé hacia el lado derecho. Mi sorpresa fue que ocurría exactamente lo mismo que en el lado izquierdo, la casita de madera desaparecía. 
Miré a Kimbo como buscando una respuesta, pero él no quitaba sus ojos negros del frente mientras que movía su rabo de un lado a otro. 
Como quería comprobar que no era yo solo el que veía la casita a través de la puerta y que luego dejaba de verla, empujé a mi perro hacia el lado izquierdo para que también comprobara que no había muro, y por lo tanto, si lo que deseaba era entrar, podía hacerlo sin ninguna dificultad. Sin embargo, Kimbo me gruñó, y comenzó a pegar saltos, como si algo le impidiese ver la casita que a lo lejos nos esperaba.
Me rasqué la cabeza en busca de una respuesta, pues aquel extraño suceso me estaba volviendo loco.
¿Cómo era posible visualizar la casita mediante la puerta y luego, carente de muros, la casita no aparecía y mi perro se negaba a cruzar?
De pronto, tras nosotros, escuchamos unos pasos. Cogí a Kimbo por su collar y lo arrastré lejos de la puerta. Obligado, pues a Kimbo le gustaba tomar sus propias decisiones y no toleraba que yo eligiese el camino para andar, conseguí trasladarlo hasta la dunita que antes me había acogido en su verde y húmeda tierra. Desde allí, ambos, podíamos ver perfectamente la puerta, y al fondo, la casita de madera. No se como, Kimbo se quedó relajado. Se tumbó a mi lado, pero sin dejar de mirar aquella extraña puerta.
Los pasos que había escuchado minutos antes, resultaron ser del mismo señor que nos habíamos cruzado por el camino, e imaginé que aquella casita sería su hogar, y por lo tanto, aquella parcela sin rejas ni muros, solo con una puerta, le pertenecían. 

El señor del traje azul llegó hasta la puerta, y cuando esperé que directamente entrase por uno de los laterales, me dejó boquiabierto cuando en su lugar, sacó una llave de su bolsillo y abrió el candado que mantenía la puerta cerrada, la traspasó y luego, volvió a colocar el candado tal y como estaba. Vi como se alejaba con tranquilidad hasta la casita de madera, hasta que se introdujo en ella y no volvió a salir.
Aquello me produjo un escalofrío, y Kimbo debió sentirlo también, pues acto seguido se puso de pie y con un ladrido seco, me indico que era hora de marcharnos a casa.
No pegué ojo en toda la noche, pensando continuamente en la puerta con candado, y en lo extraño que resultaba todo lo que había observado aquel día.

A la mañana siguiente, Kimbo volvió a escoger el camino de las margaritas, y a mitad de camino, volvimos a encontrarnos al señor del traje azul. Una vez más mi perro me llevó hacia la puerta, volví a comprobar que tenía candado, que no tenía muros, pero por alguna extraña razón, la casita de madera no se visualizaba ni a la izquierda, ni a la derecha, y mi perro, seguía en su insistencia de querer entrar. Tal y como ocurrió el día anterior, volvió a aparecer el señor del traje azul, volvió a sacar su llave para abrir el candado, y lo perdimos de vista cuando entró en la casita de madera.


Mañana tras mañana se repetía el mismo proceso. Y cada vez me resultaba más complicado de entender. Llegué a la conclusión de que me estaba volviendo loco, o que la realidad era otra y tanto yo como mi perro, nos habíamos convencido de algo que no existía.
El señor del traje azul, puntualmente todas las mañanas, hacía la misma gestión, se cruzaba con nosotros durante el camino, luego volvía a la puerta, sacaba la llave, abría y volvía a colocar el candado, por último, se introducía en la casita de madera.
Incluso, tan preocupado me tenía el tema, que decidí preguntar a la gente del pueblo, pero por desgracia, nadie conocía ni al señor de azul, ni el prado de margaritas, ni la puerta con candado, y mucho menos, la casita de madera.

La situación comenzó a ser preocupante para mi, comencé a obsesionarme, soñaba con la puerta, con el señor del traje azul, y con todo lo que tuviese que ver con la casita de madera. No comía, no dormía, y lo que siempre había sido un paseo mañanero con mi perro, se convirtió en un espionaje tanto para mi como para Kimbo, que llegó a obsesionarse tanto o más que yo. 
Ambos habíamos olvidado nuestro anterior prado de tulipanes y narcisos, ya solo teníamos ojos para las margaritas. Me sacaba de quicio tanto blanco, tanto verde y tanto olor a margarita. Cada día lo detestaba más, sin embargo, no faltábamos ni una sola mañana, consumiéndonos, tanto Kimbo como un servidor, en una obsesión estúpida y sin sentido.

Hasta que un día, cansado de perder mi tiempo en algo que era incapaz de solucionar por mi mismo, decidí esperar al señor de azul justo en la puerta del candado. No sabía exactamente para que lo esperaba, pues ese señor y yo no nos conocíamos de nada, solo nos unía un "Buenos días" y una especie de misterio con la puerta que esperaba aclarar en cuanto lo viese venir.
Como todas las mañanas, el señor del traje azul apareció en la puerta, y justo antes de que pudiese abrir el candado, mientras sacaba la llave, Kimbo y yo salimos de entre las margaritas. El señor del traje azul ni se inmutó de nuestra presencia, buscó el candado y se disponía a abrir la puerta como todas las mañanas, y entonces, me armé de valor, y con el tono más suave que pude poner, intentando calmar mis ansias de saber de una vez por todas las respuestas, le pregunté:

-Disculpe la intromisión señor, pero me encantaría saber porque todas las mañanas usted saca una llave y abre el candado de la puerta para poder llegar hasta su casa, cuando podría coger por un lateral y ahorrarse el tiempo en abrir y cerrar candados.

El señor del traje azul, por primera vez, me miró directamente a los ojos, y con una sonrisa entre maliciosa y escondida, con una voz suave y tranquila, me respondió:

-Porque los candados deben abrirse con su llave correspondiente, y las puertas, están, querido señor mío, para entrar y salir de lugares. Buenos días.





2 comentarios:

  1. Un comienzo de novela, que puede tener un misterio que descubrir.
    Me gusto leerte.
    Besos.

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    Respuestas
    1. ¡Muchas gracias Campi! ¡Cuanto tiempo sin leernos! Volveré en breve por aqui para estar en activo. Seguro me he perdido muchos de tus relatos, me encantaba leerte, y volveré a ello.
      Un beso enorme y espero que todo este bien

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