El sol se apagaba, y las ganas de volver al ayer, la incitaban a liberar las lágrimas, aferrándose al dolor como la droga más adictiva.
El horizonte la acompañaba sin querer dejarla sola, sujetando sus instintos de saltar hacia el abismo, y en cierto modo, ella lo agradecía.
La imagen de la felicidad se posó en su risa, rememorando momentos pasados, y ahora, alejada de aquellos años embarcados en el velero del olvido, se fustigaba con el presente que ella misma había construído.
Lanzó una de las piedras que la rodeaban, apenas voló, cayendo como un peso plomo a pocos metros de sus pies, y se sintió inútil; ni siquiera era capaz de controlar el lanzamiento de una simple piedra. Y con el sonido provocado al chocar contra el suelo, despertó su impotencia. Gritó, quién sabe si a la piedra. Nadie respondió, abandonada por su propio eco.
Para obtenerlo todo, pagó el alto precio de perderse a sí misma, y aunque buscaba en lo más hondo de su corazón, ni los rescoldos de su esencia quedaban. Vacía. Ella se había quedado vacía de sí.
Asumiendo los errores cometidos, entendió que el valor que se procesa, o se debe procesar, a uno mismo, jamás serán equivalentes e igualitarios al mismísimo amor propio, pues las circunstancias que acontecen a los hechos realizados, conllevan consecuencias que la mente no puede asimilar.
Se dejó abrazar por los suspiros que su aliento desprendía, y sintió en las mejillas de su alma las caricias de sus propios dedos.